LA UNIVERSIDAD Y LA CULTURA PERUANA[1]
No podía dejarse de oír en el cuarto centenario de San Marcos, una de
las más trascendentes conmemoraciones históricas de nuestro siglo, la voz del
Instituto de Historia de la Universidad, depositario espiritual de la tradición
de esta casa de estudios. Como Director de él, no obstante mi voluntad de
retraimiento, he aceptado el encargo honroso de esta conferencia, por respeto a
las constituciones del claustro y por mi devoción al pasado que perdura dentro
de estos muros históricos. Es deber de todos, en estos días de conmemoración,
decretados por el tiempo, revivir con sentido gratulatorio el recuerdo de los
que estudiaron y trabajaron dentro de este recinto, en la obra silente de la
cultura, y alentaron el mismo ideal nuestro de superar los contrastes de la
realidad con el culto, incapaz de desaliento, de las tareas del espíritu.
Ningún
sitio más propicio para enmarcar esta conmemoración que esta capilla del
antiguo Noviciado jesuita, dedicada a Nuestra Señora de Loreto, y e cuyo
artesonado parecen reflorecer, engarzadas en oro, las frases matinales de la
letanía, que recitaban los colegiales de San Carlos antes de ingresar a la
cátedra de Prima, para enfrascarse en la monótona lectura de las Decretales o
del Digesto o debatir las doctrinas del Doctor Angélico o del maestro de las
Sentencias. Aquella Universidad, encarnada en el siglo XVII, en sus colegios
mayores, tuvo como la de ahora, sus días de quietud y de trabajo en las aulas
saturadas del ergotismo y de latín, pero dejó también espacios para la alegría
saludable en sus días de fiesta; en los grados y paseos del Rector y de los
estudiantes, entre la algazara ciudadana, desde la Universidad a la capilla de
la Antigua de la Catedral; en las fiestas del patrono San Marcos y de San
Bernardo; en las burlas joviales del vejamen, en que revivía la más
jacarosa tradición salmantina, y,
particularmente, en el recibimiento solemne de los Virreyes, en que la Universidad desplegaba su
boato de maceros, estandartes, togas y bonetes, espuelas doradas, espadas
simbólicas y guantes doctorales, e inundaba la sala el incienso del panegírico
al Virrey, “nuevo héroe de la fama”, ante el cual, sin embargo, tenían el
derecho de permanecer cubiertos,
como símbolo de los fueros de la inteligencia,
los doctores graduados en San Marcos.
Y
la evocación, que propicia el claustro colonial, se completa con la
implantación en ella de la vieja tribuna de la Universidad, desde la que el
criollo Baquíjano y Carrillo cambiara por primera vez la voz de la lisonja
virreinal por el sereno alegato contra la injusticia, y la reprimida emoción de
la libertad. Desde esta misma tribuna,
la Universidad siguió el ritmo palpitante de las horas más decisivas de nuestra
historia escuchando desde ella el último panegírico hinchado en honor de los
Virreyes Abascal y Pezuela, y el elogio, todavía redundante y cortesano, pero
henchido de esperanza, de Figuerola, de Larriva y de Pedemonte para San Martín
y Bolívar, hasta que se oyó vibrar en ella, en el recinto del Congreso
Constituyente, la palabra de Sánchez Carrión, proclamando las bases intangibles
de la república y exigiendo la virtud como el más auténtico atributo del
régimen democrático. Desde ella resonaron también las nobles palabras del adiós
de San Martín al Perú, que contienen la más noble lección que haya recibido
nuestra democracia. Entre estos claustros de naranjos y de jazmines, oreados de
latín y de sabiduría, discurrieron los maestros y los estudiantes que
ennoblecen la historia de la acción y del pensamiento durante el siglo XIX. Por
ellos debió cruzar, seguido del respeto y la admiración de los escolares, largo
y escuálido, achacoso y curvado por los años, pero joven por el espíritu, bajo
su manto raído, el viejo Rector don Toribio Rodríguez de Mendoza, el
representativo de la Ilustración en el Perú y reformador de los métodos de
enseñanza, quien, ante las inquisiciones de los visitadores alarmados por el
espíritu de renovación que circulaba por los claustros, proclamaba que había
enseñado durante treinta años a varias generaciones no sólo del Perú sino de
otras regiones de América, infundiéndoles el espíritu de los tiempos y
desterrando restricciones y métodos inútiles. En las celdas de este colegio que
daban al patio vivieron, bajo aquel insigne Rectorado, aquellos estudiantes de
la época revolucionaria que, a semejanza de sus hermanos de América, con los
dedos manchados de tinta y el alma nutrida con leche del Contrato Social,
atemperados sus hervores por le ecuanimidad de los clásicos y el rigor de la
Escolástica, dormían sobre colchones de libros
prohibidos o redactaban panfletos que se imprimían en Chile y en Buenos Aires. En
los libros de matrícula y de actos, figuran los nombres de todos ellos,
anónimos o gloriosos, pero poseídos de un espíritu colectivo de los que hacen
patria, llamáranse Francisco Javier Mariátegui, el primer Secretario de
Congreso Constituyente y que fue más tarde figura patricia de nuestro
republicanismo: José Faustino Sánchez Carrión, el audaz impugnador de la
monarquía en la carta del Solitario de Sayán; Manuel Pérez de Tudela, que
habría de redactar el Acta de la Independencia; Justo Figuerola, que encarnaría
los principios civiles en nuestra historia republicana y arrojaría la banda
presidencial por un balcón, o José Joaquín Olmedo, que componía odas conforme a
la retórica clásica, en honor de las infantas difuntas, para prepararse a
cantar la gloria de Junín y volvería más tarde a Lima, a palpar, casi ciego,
las paredes de su celda de estudiante donde había preparado disertaciones
filosóficas y matemáticas, rezado la letanía lauretana en esta capilla, y
cruzado sobre el pecho, según sus propios versos la banda azul de los
colegiales de San Carlos, que es “insignia de honor en mi colegio”.
Son
estas convocaciones, caras al espíritu universitario y nacional, las que
inspiran este homenaje centenario. Tenemos conciencia los profesores actuales
de San Marcos, al margen de todo egoísmo o vana palabrería, de que nuestra
Universidad ha cumplido, frente a las contingencias de la realidad de todos los
tiempos, sus labores esenciales en la transmisión de la cultura occidental, en
la investigación de la realidad peruana, en la búsqueda anhelosa de una cultura
propia y en la formación de una conciencia de la nacionalidad. No se limitó
ella exclusivamente a copiar o repetir lo extraño, a trasplantar la cultura
europea humanista, sino que, en determinados momentos de su vida, removidas las
aguas estancadas del saber rutinario por un soplo de renovación, acertó a
hallar, debajo de la cultura importada, los gérmenes vitales de una cultura
propia que era imposible lograr de un golpe, ni diferenciar tampoco, en un
minúsculo empreño cantonal, de la unidad indivisible de la cultura universal.
Es,
precisamente, en esta hora de serena contemplación histórica, en la que cabe
redimir, tanto a la Universidad colonial como a la republicana, de estas
acusaciones simplistas e improvisadas. Si es cierto que la Universidad de los
siglos CXVI y XVII vivió bajo el yugo de la Escolástica y de Aristóteles, y trabajó
sometida al imperio del magíster dixit, no cabe
negar que en el ambiente claustral de os conventos y colegios se fueron
formando lentamente, en una quietud de tiempo medioeval, profunda y severa, los
cauces por donde debía correr la savia de una cultura propia. Es nota
distintiva del carácter hispánico, como lo ha hecho notar con su sabia
ecuanimidad, don Ramón Menéndez Pidal, la sobriedad frente a lo nuevo y
novedoso, y la adhesión a lo antiguo, dentro de un estilo de vida parco de
apetencias y amante, en especial de las disciplinas necesarias. Prohibiciones y
restricciones no embargaron nunca la libertad incoercible del pueblo español
que, como ha dicho Renan, supo hallar siempre, aun en los períodos más duros
del absolutismo, el camino de su libertad interior en las mazmorras y en las
celdas, y hablar por labios de sus místicos o de los inmortales personajes de
sus novelas. Las prohibiciones externas sobre el tráfico intelectual de libros
o sobre la pureza dogmática, no ahogaron en la universidad colonial el espíritu
de investigación en las ramas desinteresadas de la cultura. Desde el siglo XVI
la Universidad, urgida por el medio, abordó y llevó a cabo la tarea de
descubrir y estudiar las lenguas indígenas. Fray Domingo de Santo Tomás
descubrió los secretos de la estructura gramatical del quechua y los tesoros
culturales del Incario, encerrados para la etnografía futura en su Léxico,
publicado en Valladolid, hacia 1560. La labor quechuista realizada por los
dominicos, por los jesuitas Torres Rubio y González Holguín, y por los
catedráticos de lengua general de la Universidad de San Marcos, con sus artes y
vocabularios constantes de los siglos XVI y XVII, es una tarea científica de
primer orden, que sienta las bases de la cultura peruana y que no ha sido
quizás superada hasta ahora. La Universidad colonial tuvo, durante doscientos
años, una cátedra de quechua que no se dictó en la Universidad republicana sino
desde hace dos lustros. El esfuerzo lingüístico de la Universidad limeña abarcó
el aymara, el puquina, el araucano; y un limeño, alumno del Colegio de San
Martín, el jesuita Antonio Ruiz Montoya, descubrió los secretos del guaraní y
publicó el primer Arte y Vocabulario de esa lengua en 1640. La Universidad de
San Marcos, fue así, en el siglo XVII, el foco principal de estudio de las
lenguas sudamericanas, a las que prestó colaboración esencial, y pudo, desde su
lejanía geográfica, ufanarse de ser una Alcalá de Henares indiana.
En el orden jurídico, la
Universidad y los colegios no sólo difundieron enseñanzas universales del
derecho romano y encarnaron en nuestra legislación el noble hálito moral del
derecho castellano y de las Partidas, sino que, a través de los juristas que
vivieron en Lima y respiraron el aire de nuestra cultura, se hallaron y definieron,
con excelsitud doctrinaria, las líneas esenciales del nuevo derecho
hispano-indígena, que se plasmó en las obras de León Pinelo, de Escalona y
Agüero, y de Hevia Bolaños, y culminaron en la arquitectura vigorosa y libre de
la Política Indiana, de Juan de Solórzano y Pereyra, escrita en Lima en días de
completo absolutismo.
Tardía, pero eficazmente, la Universidad
impulsó en el siglo XVIII los estudios geográficos sobre el Perú, que comprendía entonces toda la
América austral, a excepción del Brasil, y asumía en los mapas ingenuos y
rudimentarios de la época, la forma de un corazón. La geografía había sido en
el siglo XVI una tarea peninsular encomendada a la Casa de Contratación de
Sevilla, que fue como una universidad ultramarina de navegaciones y
cartografía, una escuela de pilotaje, y la depositaria de cartas de los
argonautas, de las relaciones de viajes y de las descripciones geográficas de
la época de Felipe II. En 1657 se instaló en Lima una Academia Naútica, bajo la
dirección del primer catedrático de Matemáticas de San Marcos, Francisco Ruiz
Lozano, que inició las tareas del cargo de Cosmógrafo, el que recayó más tarde
en catedráticos de la Universidad, como Peralta, Cosme Bueno y Unanue. Estos
nombres son, por sí solos, expresivos del desarrollo de la ciencia geográfica
colonial. Peralta ayudó al Padre Feuillée en observaciones astronómicas. Cosme
Bueno escribió la primera Geografía del Perú, y Unanue definió por primera vez la influencia del clima sobre
le carácter peruano, con originalidad y suficiencia.
En el orden de las ciencias, a pesar de la
estrechez de las cátedras y de los programas de enseñanza de entonces, hubo en
los estudiosos coloniales, herederos de la tradición científica de los padres
Acosta y Cobo, una inquietud constante por los estudios botánicos y de historia
natural, que reflorecen en el siglo XVIII con el llamado a la ciencia
experimental de Rodríguez de Mendoza, y con el aporte externo que representan
las investigaciones científicas de Antonio de Ulloa, el formidable ejemplo de
la Flora Peruviana y Chilensis, de Ruiz
y Pavón, y la exploración del Obispo Martínez Compañón. En el campo de la
Medicina, el atraso y el empirismo que fustigó Caviedes, se desvanecen con la
fundación del Colegio de Medicina de San Fernando, presidido por Unanue, quien
inicia los estudios prácticos de Anatomía, e incorpora esa noble rama de la ciencia entre los institutos
básicos de nuestra Universidad.
Si
la universidad colonial cumplió su labor docente y humana al enseñar el
pensamiento clásico y escolástico, al difundir las ideas de la Ilustración y al
recibir en su seno a estudiantes venidos de todas partes de América, con un
sentido continental inherente a toda nuestra historia, la Universidad
republicana, obstruída muchas veces en su atarea por la anarquía o el
autoritarismo externos, ensanchó y renovó los estudios tradicionales,
incorporando disciplinas, cátedras e institutos nuevos, y recibiendo el aporte
de todas las corrientes intelectuales europeas y americanas, sin restricción alguna.
En el siglo XIX florecen especialmente las disciplinas jurídicas con un sentido
liberal y nacional a mismo tiempo, que se exterioriza en la obra ciclópea de
García Calderón, en las lecciones de Derecho Civil de Pacheco, en los estudios
de Derecho Constitucional Peruano de Fuentes y Villarán, y en los tratados de
Derecho Internacional de Herrera, Silva Santisteban y Ribeyro. La universidad
republicana no es tampoco una entidad huera y formularia, sino que trasfunde su
espíritu a la política y a la acción, y son los jurisconsultos egresados de San
Marcos quienes llevan la doctrina al parlamento, al ministerio y a las leyes en
los períodos ilustrados del caudillismo, y cuyos nombres fulguran al pie de los
decretos de abolición de la esclavitud, de promulgación de los códigos, de
declaración de la instrucción pública obligatoria, de implantación de las leyes
de trabajo, o al pie de las notas diplomáticas que preconizan la defensa de la
jurisdicción y, frente a las amenazas de los imperialismos europeos, el arbitraje
y la solidaridad continental.
El tema que se me ha señalado
para esta conferencia es el de la Universidad y la Historia. Interpretado literalmente sería un tema
limitado y de muy escasa comprensión.
La historia, que es forjadora
de patria, no se enseñó en la Universidad colonial. Los estudios históricos no
tenían cabida tampoco en las antiguas universidades, porque la historia no
había adquirido categoría de ciencia y se consideraban los relatos históricos
como una forma de la elocuencia que se exhibía en las cátedras de Retórica. Los
estudios históricos orgánicos, aplicados al Perú, comienzan, en realidad, a
mediados del siglo XIX, pero la verdadera investigación científica en nuestra
historia es tarea de los últimos cincuenta
años. Reducir a este circuito el cuadro de la historiografía peruana,
sería disminuirlo intelectualmente y en su proyección nacional, prescindiendo
de períodos fundamentales en la evolución del concepto histórico peruano y de
los elementos cardinales de nuestra historia. Ello implicaría prescindir de la
tradición histórica de los Incas, de sus instituciones y costumbres
perpetuadoras del pasado, que fueron mucho más intensas y eficaces que muchas
de las instituciones coloniales y del presente, y nos obligaría a suprimir, también,
todo el sustancial aporte de las crónicas de la conquista sobre la aventura
española y sobre el pasado indígena, con
sus revelaciones fundamentales sobre la tierra y los secretos de la naturaleza
recogidos por soldados y por frailes fundadores de esta Universidad. NO puede
olvidarse que la conquista lleva invívito un germen de cultura, que se trasvasa
y brota inmediatamente con la implantación del lenguaje y la catequesis, ni que
el contrato para la conquista del Perú está suscrito por los soldados que no
sabían firmar y un “maestrescuela”, o sea uno de esos profesores de gramática y
de cánones, de canto llano y de latín, que fueron tanto en Europa como en
Indias por precursores de la enseñanza universitaria.
La
tarea de la Universidad es la de recoger todas las palpitaciones de la vida
nacional y las diversas contribuciones autóctonas e importadas que enriquecen
nuestra cultura, con afán de unidad y de síntesis. Por eso quisiera hablar, con
un sentido integral propio de la Universidad, de los estudios históricos en el
Perú, comenzando por donde comienzan éstos en nuestra realidad histórica, o sea
por la historia de los Incas. Trataré, en seguida, de juzgar en forma
panorámica el aporte de las crónicas castellanas, indias y mestizas, y el
proceso de la historiografía peruana hasta el siglo XX, prescindiendo, en lo que se refiere a los
historiadores vivos, de cualquier juicio individual a que no me autorizan mis
méritos, ni la falta de una perspectiva histórica adecuada.
La
aparición de la Historia es apreciada como un índice de civilización. Hegel
consideraba que los pueblos que carecieron de Historia y que poseyeron
únicamente leyendas o cantares populares, fueron pueblos de conciencia turbia y
deben quedar excluídos de la historia universal. Shotwell considera que la
Historia empieza con la escritura y que sólo donde hay inscripción hay
historia. El pasado pre-inscripcional o pre-literario es vaguedad y leyenda,
imposible de verificar por la posteridad. Ateniéndonos a estas premisas los
Incas habrían carecido de civilización y de espíritu nacional, y las hullas
dejadas por ellos serían insuficientes para atestiguar su pasado La realidad
histórica, siempre móvil y variable, hace escapar sin embargo a los Incas el
rigor de estas clasificaciones.
Por
Raúl Porras Barrenechea
[1] Conferencia sustentada en el Salón de
Actos de la Facultad de Letras, en el ciclo conmemorativo del IV Centenario de
la fundación de la Universidad de San Marcos, el 17 de Mayo de 1951.
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