jueves, 14 de septiembre de 2017

II COLOQUIO REPENSANDO A RAÚL PORRAS BARRENECHEA - 26,27 y 28 de septiembre del 2017

Al conmemorarse el 57º aniversario de la muerte de uno los máximos exponentes de la intelectualidad peruana, Raúl Porras Barrenechea, el Instituto que lleva su nombre organiza la segunda edición de un importante coloquio cuya principal finalidad es ofrecer una nueva perspectiva a los diferentes tópicos que el maestro Porras analizó a través de vasta obra, así como también aspectos de su propio desarrollo de vida para lo cual se contará con la participación de jóvenes investigadores
Los invitamos a ser parte de la segunda edición de este importante coloquio que se realizará los días 26, 27 y 28 de septiembre del 2017 en Calle Narciso de la Colina 398, Miraflores. Ingreso libre.

Ejes temáticos
•            El contexto de Raúl Porras Barrenechea: influencia de la sociedad del siglo XX en su obra.
•            La obra de Raúl Porras Barrenechea: aportes en el campo de la historia, literatura, derecho, periodismo, diplomacia y política.
•            El legado de Raúl Porras Barrenechea: Sus ideas a través de discípulos y alumnos: las  discusiones en curso.

Lugar: Instituto Raúl Porras Barrenechea (Calle Narciso de la Colina 398, Miraflores)

Informes: 619 7000, anexo 6102



PROGRAMA

Martes, 26 de septiembre

6 p.m. - Inauguración a cargo deL Dr. Felipe San Martín Howard, Vicerrector de Investigación y Postgrado de la UNMSM y del Emb. Harry Belevan-McBride, Director Ejecutivo del IRPB.

Mesa 1 Expositores
6:15 p.m. La figura de Raúl Porras Barrenechea a través de la memoria testimonial – Luis Rodríguez Pastor

6:35 p.m. Raúl Porras Barrenechea y su legado como servidor público - Dante Paiva Goyburu (UNMSM)

Mesa 2 Expositores
6:55 p.m. Raúl Porras Barrenechea y la Reforma Universitaria de 1919 - Joaquín Sánchez Vásquez (UNMSM)

7:40 p.m. Porras como historiador de su tiempo - César Puerta Villagaray (UNMSM)

8:00 p.m. Ronda de preguntas
Coffee break

8:30 p.m. Conferencia magistral
Porras: La importancia hoy de su liberalismo rebelde - Hugo Neira

Moderador: Rocío Hilario

Miércoles, 27 de setiembre

Mesa 3 Expositores
6:15 p.m. Conceptos fundamentales en la obra de Raúl Porras: aproximaciones al pensamiento histórico del siglo XX - Gonzalo Zavala Córdova (UNMSM)
6:35 p.m. Raúl Porras Barrenechea y la Amazonía Peruana - Poll Gallegos Heredia  (UNFV)

Mesa 4 Expositores
6:55 p.m. La muerte de Atahualpa y la caída del imperio incaico de RPB - Martín Yaranga (UNMSM)

7:40 p.m. Raúl Porras Barrenechea y la prensa en los tiempos de la independencia por Daniel Morán (USIL)

8:00 p.m. Ronda de preguntas
Coffee break

8:30 p.m. Conferencia Magistral
El joven Raúl Porras Barrenechea y el Conversatorio Universitario - Gabriel García Higueras

Moderador: Ricardo Pinto-Bazurco Mendoza


Jueves, 28 de setiembre

Mesa 5 Expositores
6:15 p.m. Raúl Porras Barrenechea y la defensa territorial del Perú - Alberto Fernández Lazo (UNMSM)

6:35 p.m. Tradición diplomática e historia del siglo XIX: Investigaciones del joven Raúl Porras Barrenechea (1920-1930) - W.J. Ricardo Aguilar Saavedra (UNMSM)

6:55 p.m. Prolegómenos sobre Los Cronistas – César Coronel Moscoso (UNMSM)

7:40 p.m. – Raúl Porras Barrenechea y el Congreso de Panamá de 1826 (Un hito en la historia diplomática del Perú -  Luis Yépez Cuadros (UNMSM)

8: 00 p.m. Ronda de preguntas
Coffee break

8:30 p.m. - Conferencia Magistral
Porras en la Historia - Carlos Carcelén Reluz
Moderador: Rafael Arenas

CLAUSURA

lunes, 11 de septiembre de 2017

Notas para una biografía del yaraví por RAÚL PORRAS BARRENECHEA


No se halla definida hasta ahora claramente cual es la esencia lírica y humana del Yaraví. Se habla de esta canción poética popular, como de la forma más expresiva del alma indígena y se supone que tuvo siempre la mis-ma inspiración melancólica y elegiaca que en nuestros días. ¿Fue así, plañidera y decepcionada, la canción predilecta del pueblo incaico, expansivo, dinámico y vital? ¿No está reñida la queja individual y romántica con la alegría colectiva, desbordante y dionisiaca de los taquis incaicos y de sus ritos agrícolas y domésticos, plenos de salud espiritual y de juvenil optimismo? ¿No se habrá deslizado, en el transcurso del tiempo, algo del acíbar de la opresión y de la nostalgia del pasado en el lamento insistente de las quenas o en la tristeza de los versos fatalmente desesperados? Algo hay efectivamente que se ha sobrepuesto fundido con el alma primitiva de la canción incaica, trasmutando su sentido y prestándole una nueva entonación sentimental en la que se sienten ecos de líricas lejanas de Occidente, de canciones provenzales, églogas petrarquistas y coplas y seguidillas castellanas. Precisa por esto aclarar los orígenes del yaraví y separar lo autóctono y original de lo aprendido o importado para determinar los componentes de la aleación actual. Para esto, aunque falten colecciones de textos auténticos y comentarios críticos, interesa, por lo menos, escribir la biografía del yaraví.


La Imagen enlutada y llorosa del yaraví y el propio nombre dado a la canción primitiva indígena, provienen del siglo XVIII. La fonética misma aguda de la voz yaraví está denunciando su procedencia castellana y mestiza, ya que no son propias del quechua las palabras agudas. El nombre primitivo incaico fué aravi o haravi. Es el testimonio de cronistas de calidad en lo quechua como Cristóbal de Molina, fray Martin de Morúa, Bernabé Cobo y Huamán Poma de Ayala. Garcilaso nos dice que a los poetas les llamaban los Inca'; haravec que quiere decir inventador.
También los llama haravicus, en otra parte de sus Comentarios, concordando sus difusos recuerdos de la lengua madre. Más preciso que el de los cronistas es el testimonio de los frailes catequistas estudiosos de la lengua quechua y autores de gramáticas y vocabularios. El vocabulario de González Holguín, de 1608, dice haravi y traduce "cantares de hecho de otros o memorias de los amados ausenten y de amor y afición" En el Arte y Vocabulario de Torres Rubio reeditado en 1754, se dice haravi, perro se nota la variante yaravi que significa ya "canción triste". En el Vocabulario y Gramática Ilustraba de José de Rodríguez de 1791 se escribe haravi y haravicuy que se traducen romo ' canciones   de indios a manera de endechas de cosas de amores. A través de la nomenclatura se advierte ya la evolución del concepto, amplio y múltiple en el siglo XVI y restringido y monocorde teñido de melancolía en el siglo XVIII.
Es la modulación que va a prevalecer en la disertación sobre los yaravíes del Mercurio Peruano de 1791 y en la guitarra arequipeña de Melgar. Pedantes profesores de fonética ausentes del alma nueva y criolla del yaraví, aconsejaran más tarde llamarle "hjarahui", "harawi"' o "Aya-aru-hui".
Del espíritu y del texto de las crónicas se desprende que aravl era sinónimo de canción. El haylli era el canto épico que loaba el triunfo del hombre sobre la tierra o sobre el enemigo. El aravi era la canción lírica en la que se modulaban el amor, la tristeza, o la alegría, las emocione dulces del hogar o de la vida. El Haylli era acompañado con el rudo sonido del huancar y de "cajas temerarías" y el agudo zumbar de los pututos. El aravi se tañia al son tierno del pincullu, de la antara y de la quena-quena. "Las canciones que componían de sus guerras y hazañas nos las tañían — dios Garcilaso—porque no se habían de cantar a las damas, ni dar cuenta de ellas por sus flautas". Y más adelante "Los versos amorosos hacían cortos porque fuesen más fáciles de tañer en la flauta". Así queda fácilmente deslindada la materia poética del Incario, pese a la primitiva confusión de los géneros. El haylli es la épica incaica, el aravi, es sobre todo la canción lírica o de amor.
El aravi o canción podía ser de amor, como cantar otras emociones, principalmente las festividades; de la vida agrícola: el barbecho, la siembra, la siega, el traslado del maíz de las chachas a las casas parar colocarlo en las pirúas propiciatorias. En la fiesta del aymoray, dice Cristóbal de Mollina, llevaban en triunfo el maíz de las chacras a las casas: "trayanlo en unos costales pequeños con un cantar llamado aravi, con unos vestidos galanos”. En estos cantares, apunta el licenciado Ondegardo, entonaban la alabanza del maíz y rogaban oro no se extinguiera la fuerza fecundadora de las simientes.

El fraile Morúa agrega que "cuando sembraban sus chacras y danzaban todos juntos con las propias tachas"—o arados— cantaban "aires y otros diversos yaravíes que son romances que ellos cantaban en su lengua''.
Huamán Poma habla también de diversas clases de aravis: uaritza-aravi, aravi-manca, el taqui cahiua-haylli-aravi. Del embrollado galimatías del cronista indio se puede decir que el aravi era una canción mimada, unida siempre a una danza o conjunto coreográfico. El taqui o baile, aparece siempre asociado, en sus relatos a la canción o aravi y diferenciado de éste. "De esta manera, dice en alguna parte de su Nueva Crónica, prosigue cada ayllo hasta Quito, nuevo reino, desde el Cuzco, cada ayllo con sus taquis y sus aravis. "Los cuales danzas y aravis —dice en otra parte— no tienen cosa de hechicería ni de idolatrías".
El aravi es, pues, una canción acompañada del taqui o danza, y aún de comer y beber. Acaso, según puede deducirse del mismo cronista indio, la denominación de aravi provenga de la repetición de esta palabra usada como estribillo, según la costumbre poética incaica, como se repetía la palabra "hayllí" en los cantos guerreros. Huamán Poma, anota en uno de sus dibujos: "Cantan haravayo, haravayo, Haravi, cantan haray haravi", compás muy poco a poco". Morúa y Cobo, parecen confundir el haylli y el aravi. Morúa dice que los indios tenían "cantares que memoraban y cantaban las cosas pasadas y hoy en día llaman arabise"
En ellos había un guía y un coro duraban tres o cuatro horas y eran acompañados por el tambor. Cobo indica igualmente que en sus arabis "referían sus hazañas y cosas pasadas y decían loores al Inca: entonaba uno solo y respondían los otros"
La confusión de ambos cronistas es palmaria. Garcilaso ha diferenciado bien la canción lírica tañida en la flauta del cantar histórico, recitado o cantado y del haylli o himno guerrero de triunfo que otros cronistas recuerdan acompañado por el tambor.
El aravi era pues inseparable de la música: no podía cantarse sin la flauta. Las frases de la canción se decían a través de la flauta, de modo que se percibían claramente a través del sonido de esta. Se podía decir, apunta Garcilaso, que el indio enamorado, "hablaba por la flauta".
Dos cronistas, el Inca y Gutiérrez de Santa Clara, nos traen el testimonio del embrujo erótico de estas canciones. Garcilaso nos cuenta que un español topó en el Cuzco con una india que conocía y quiso detenerla y ella le dijo: "Señor, déjame ir donde voy, sábete que aquella flauta que oyes en el otero me llama con mucha pasión y ternura, de manera que me fuerza a ir allá que el amor me lleva arrastrando para que yo sea su mujer y él mi marido". Y Gutiérrez de Santa Clara confirma este hechizo irresistible: "Y tienen estos indios unas flautillas con dos agujeros arriba y uno abaxo que llaman pingollos y con estas flautillas cantan sus romances que se entiende claramente lo que dizen. Y con estas llaman a las yndias y a las mozas de noche, las que están encerradas en sus caras y en la de sus amos y como entienden quien tañe el pingollo, se salen escondidamente y se van con ellos".
Otra anotación que surge de este examen es la de que el aravi no era una canción triste o melancólica. No todo en el amor es triste como dijo el poeta. El aravi incaico fue triste o alegre, según los momentos anímicos que expresaba. La tonada, explica Garcilaso, revelaba el contento el descontento del ánimo del cantor, el favor o el disfavor de la dama que le atraía. La tristeza del yaraví es un tópico posterior a la conquista y especialmente grato al siglo XVIII, como se verá adelante. En el Incario el aravi era ya triste, ya alegre, lleno de jubiloso optimismo en los cantos de siembra y de cosecha, insinuante y caricioso en la flauta del indio enamorado y pletórico de entusiasmo y de frenesí vital en los taquis, las fiestas dionisiacas del Incario que tenían los contornos de bacanales delirantes de sexo y de vida.
La canción amorosa —el aravi- nos dice Garcilaso, era corta, de metros y estrofas breves. El mismo cronista nos ha conservado acaso el único aravi auténtico en versos de cuatro sílabas:

Caylla llapl
Puñunqui
Chaupitut
Samusac,

Traducida al castellano, la corta estrofa Indígena hecha para el tañido de la flauta, daría esta versión.

Al cántico
Dormirás.
Media noche
Yo vendré.

Nada hay de tristeza en esta invitación al amor. La tonada no podía ser melancólica para el amante esperanzado. El Padre Cobo nos aclarará aún más el múltiple sentir del aravi en esta nota: "Para todos sus bailes tenían cantaros bien ordenados y a además de ellos. Los que eran de regocijo se decían arabis". Húamán man Poma confirma: las danzas y aravis eran "todo huelgo y fiesta y regocijo: si no hubiese borrachera seria cosa linda".
El propio Huamán Poma nos refiere que la Coya Raua Ocllo, mujer de Huayna Cápac, tenía "mil yndios regocijadores unos dansavan otros baylaban otros cantavan con tambores y mucicas y pingollos y tenia cantores haravi en su casa y fuera de ella para oyr las dichas músicas que hacian haravi en uacapunco...” En el mes de abril el Inca tenía grande fiesta en la plaza del Cuzco "y comía y cantava y dansava". "En esta fiesta cantava el cantar de los carneros, puca-llama y cantar de los rrios aquel sonido que hace". Estos cantos coreográficos eran lentos y acompasados, repitiendo incansablemente el mismo estribillo, "el retruécano de todas sus coplas"
que dice Garcilaso, generalmente de sentido onomatopéyico. En la danza de los carneros se cantaba el uaritza aravi "que cantan con puca-llama (llama bermeja) al tono del carnero cantan diciendo con compás, muy poco a poco, media hora dicen: y y y al tono del carnero". El Inca comenzaba imitando el tono del carnero y diciendo luego sus coplas. Las ñustas y coyas respondían, "cantan a vos muy alta, muy suabemente y uaritza yaraví dize así: aravi, aravi, acay aravi aravi yau aravi van diciendo lo que quieren y todos al tono de aravi responden las mugeres". El diálogo coral continúa alternando el monótono estribillo, con coplas ya alegres, ya tristes, ya triunfales. A ratos es el  hayl pleno de entusiasmo o el aravi cantado por las ñustas. De las notas recogidas por Huamán Poma se puede deducir la costumbre general en todas las tribus incaicas de estos cantos y danzas colectivos al son de un mismo estribillo implacable. Los labradores en el mes de mayo cantarían haravayo, haravayo, haravayo, llevando las mazorcas frescas en la mano y los llama-miches o pastores llamaya, llamaya, ynyalla, llamaya. En la danza de los chinchaysuyos, los hombres soplando la cabeza de un venado responden a las mujeres: uauco, uauco, uauco uauco, chicho, chicho, chicho, chicho. Y luego nuevamente los varones: pano yaypano, pano yaypano. Otras veces       es una exclamación alegre y jubilosa: ¡vaha ha ha, ya ha ha! Tanto los collasuyos como los antisuyos y los chinchaysuyos tienen los mismos regocijos y canciones, las mismas algazaras juveniles, al son del tambor, entremezclado con los diálogos entre hombres y mujeres, estrofa y anti estrofa llena de un sentido erótico y vital. Entre los collas dice Huamán Poma, "las mosas donzellas dizen sus aravis que ellos le llaman uanca” Santa Cruz Pachacutic dice que Manco Cápac, en cierta ocasión, "comenzó a cantar el cantar de chamaiguarisca de pura alegría".
Todas estas referencias hacen alusión a una lírica ingenua y colectiva, ligada a la tierra, al trabajo y al amor, con algo de juego o de ronda infantil, sin congojas o torturas individuales, ni desesperaciones a la manera romántica, que serán más tarde la nota distintiva del yaraví criollo. El aravi incaico es de fiesta, de expansión vital y apenas alguna vez en el deliquio de la fiesta sensual se oye la "canción lastimosa de las ñustas" de la que habla Huamán Poma, que es apenas un instante pasajero de melancolía en la embriaguez de alegría del taqui incaico.
Con la conquista el aravi, pierde su estrepitosa gracia colectiva, desaparecido el desenfreno profano de los taquis y sólo subsiste en el lloroso y solitario gemido de las quenas de los pastores solitarios o en las quejas nocturnas de los amantes separados. El aravi se transforma en el yaraví, transformación que es no sólo fonética, si no espiritual. El yaraví nace triste y soledoso, como el aravi había sido jubilar y multánime.

 



Melgar pasa ante la opinión común y, también a veces, ante la erudita, corno el creador del yaraví. Pero es indudable que esta forma poética a la que el dló su plena forma romántica existió anteladamente.
En 1791 el Mercurio Peruano hablaba del yaraví como de una corriente poética copiosa, de la que había abundantes muestras, pues dice que se componían en diversos metros o endechas de cinco, seis y siete silabas y también en redondilla, quintillas, cuartetas, décimas y glosas es decir en metros típicamente españoles. Un colaborador anónimo del Mercurio declara que tiene reunidos doce yaravíes diversos. En "El Hijo Pródigo", pieza dramática atribuida a Espinosa Medrano, considerada como la producción más antigua del teatro quechua, hay una endecha amorosa, que se canta detrás de la escena a la que algunos han llamado yaraví, pero que no recibe tal nombre en la misma pieza. Es la que comienza:
¿A donde huyes, corazón seducido
tocado por la flecha del amor?

Es una canción amorosa sin duda pero como cualquiera otra, sin ningún ingrediente particular, ni siquiera el metro corto, por la que pueda considerársele como un yaraví, síntesis de la tristeza criolla. La antigüedad mayor recae entonces en el yaraví de Ollanta, cantado en la escena V del primer acto y "escrito hacia 1780. Este si recibe del propio autor el nombre de yaraví, es decir que ha sido concebido como tal. La canción empieza:

Dos amantes palomitas
Tienen pesar se entristecen
Jimen lloran palidecen
con un inmenso dolor.

El símil de las avecillas amorosas y tiernas con el corazón amante se asocia bien a la índole ingenua del yaraví y persistirá más tarde en Melgar y en los mejores cultivadores del género. Al terminar el canto, Cusi Coyllor,
la novia indígena, exclama: "Verdad dice este yaraví: basta de cantar, pues ya mis ojos se convierten en torrentes de lágrimas". Asi queda definida desde el primer momento la índole del yaraví mestizo: octosílabo castellano, nostalgia sentimental ingenuidad lírica, demostrada en el leit motiv de las palomas—las urpls indígenas— ritornello triste y música capaz de enternecer hasta el llanto. En la escena 9a. del mismo drama Ollanta, se canta otra canción lastimera, a la que no hay necesidad de llamar yaraví, porque lo es desde su primera línea:

Una paloma he criado
Que perdí en un momento
Busca en la comarca atento
Y averigua donde está.

Estos das primeros yaravíes, fruto del estro poético de Antonio Valdez, gran poeta desdeñado, deciden la suerte del género. Los yaravíes de Valdez están escritos en quechua y aunque contengan reminiscencias poéticas castellanas, su espíritu es ya peruano, es decir que está ungido de melancolía indígena. Los yaravíes de Valdez fueron escritos en la lengua ancestral y aún para ser acompañados por la quena; los de Melgar, en pleno proceso de mestización espiritual, no contendrán una sola palabra indígena y reclamarán las cuerdas de la guitarra.


El Mercurio Peruano de 1791 con su revalorización de todo lo peruano y su inquieta búsqueda de las esencias patrias, marca un momento interesante en la historia del yaraví.
Los contertulios de la Sociedad de Amantes del País, ocultos bajo los seudónimos de Sicramio, Leucipo y Eurifilo, abordan el tema de los yaravíes en una reunión tenida en el campo y luego en un Rasgo remitido a la Sociedad, que es publicado en el Mercurio del 22 de diciembre de 1791. Esto rasgo provoca una polémica, en la que se aclaran conceptos c interpretaciones del yaraví.
Una comprobación fundamental surge del análisis de los escritores del Mercurio, particularmente de la interpretación de Sicramio, que fué el disertante: lo esencial en el yaraví, lo que le presta todo su patetismo, su melancolía incurable, es la música.
La poesía cantara olvidos y tristezas del amor, tiranías del ser querido, males de ausencia y aún figuras mitológicas, en endechas castellanas de cinco o de ocho sílabas, pero los versos se han de acomodar a la tonada musical y ésta es, dice el comentarista "la excelencia más noble de los yaravíes'. La asociación musical es la que produce el fenómeno romántico de las lágrimas, "¿Qué oídos —dice el, escritor mercurial— no quedan arrebatados de su influencia? ¿Qué ojos qué no se inunden de llanto? ¿Qué persona que no se conmueva sólo con el oír tocar su ayre un mero instrumento? Y responde con el testimonio desbordante de su propio emoción: “Por lo que a mi toca, confieso con ingenuidad que quando oigo estas canciones, se abate mi espíritu, se acongoja el ánimo, el corazón se entristece, los sonidos se encalman y el llanto humedece mis ojos”. La finalidad del yaraví está lograda: hace llorar.

Pero no sólo promover "sollozos, suspiros y ayes" es el don del yaraví sino que debe expresar el alma india, debe ser una trasposición de los íntimos afectos y sentimientos del pueblo indígena. Aunque se escriba en castellano el yaraví debe tener alma quechua. El yaraví —dice Sicramio—debe reflejar la gravedad y seriedad del alma india, su humor "propenso a lo pánico y triste" sus habitaciones lóbregas, su lecho humilde, su comida frugal, su inclinación a lo lúgubre, el canto de las cuculíes y el de las aves agoreras, o sea recoger en buena cuenta la tristeza telúrica del paisaje y asociarla a una pena de amor. El Mercurio recoge como ejemplo de esta poesía quejumbrosa y llena de melancolía cósmica un yaraví anónimo, en el que se exhiben estos motivos.

Quando a su consorte pierde
triste tortolilla amante
en sus ansias tropezando
corre, vuela, torna, parte...

Perdida ya la esperanza
y el corazón palpitante
lloran sin intermisión
fuentes, ríos, golfos, mares.

Leídos, estos versos carecen de originalidad y se parecen a muchos otros, principalmente a canciones y coplas españolas. El secreto está pues en la música. Pero esta misma condición le fué negada por un colaborador anónimo del Mercurio quien tomó la contrapartida de Sicramio. El contradictor no hallaba originalidad ni patetismo en la música del yaraví, fácilmente superable por cualquiera otra música, sobre todo teniendo a la mano el Stabat Mater Dolorosa de Pergolesi; y, del análisis de sus modulaciones y transiciones, deducía "el poco mérito de esta especie de música". El empecinado contradictor encontraba, también que los indios no eran exclusivamente tristes, sino que tenían sus momentos de alegría, sus pasiones, sus impulsos de ambición y de gloria manifestada algunas de ellas  en las modulaciones alegres y vivaces de las cachuas y cascabelillos, danzas regocijadas. El descontento encontraba, aún, "en los yaravíes un sabor añejo de seguidillas españolas.
En el mismo “Mercurio Peruano” se consignó un artículo del sabio don Hipólito Unanue, en el que éste, de ocasión, toca en el tema de los yaravíis y dice que son canciones elegíacas, cuya “música peculiar” les da una fuerza especial, superior a los cantos de otras naciones “para inflamar el corazón humano en los sentimientos de las piedad y el amor”.

 

El tercer momento en la vida del yaraví lo representa Mariano Melgar. El yaraví quechua de Valdez se castellaniza en manos del criollo arequipeño, pero sin perder su alma india. Los diez yaravíes que se conocen de Melgar están escritos en español, en estrofas que recuerdan e imitan las anacreónticas de Meléndez Valdez y de otros españoles contemporáneos, como anotó Riva Agüero. Pero hay en ellos un acento americano popular y romántico inconfundible,
un estremecimiento semejante al de los versos posteriores de Acuña y de Plácido. Esto quiere decir que la endecha no es ya puramente indígena del Perú, sino criolla, de América urbana y provincial, cantada bajo el balcón, en noche de serenata y acompañada por el bordoneo de la guitarra:
Todo mi afecto puse en tina Ingrata
y ella inconstante me llegó a olvidar
si asi, si así se trata,
un afecto sincero,
amor, amor no quiero
no quiero más amar.

Melgar halla en los yaravíes la veta de lo popular y da expansión en ellos a su espíritu reprimido de libertad y de rebeldía. La adopción de la canción indígena, para sus esparcimientos poéticos, demuestra su simpatía instintiva por los oprimidos y los débiles. Desecha las estrofas académicas y la poesía clásica y mitológica que le enseñaron, para inspirarse en las formas del arte indígena, saludadas ya en el Mercurio Peruano e indicadas al amor de los jóvenes, como una, enseña de nacionalidad. Arequipa presta, además, a los yaravíes de Melgar el escenario indispensable del campo que es nota consustancial del yaraví. Este, según lo apunta el prologuista de Melgar no puede surgir en las ciudades porque requiere soledad, silencio y un aire de égloga. Arequipa con su campiña y su paz rural alienta el alma
soledosa del yaraví.
                       
Melgar no renueva casi la técnica del yaraví, ni los temas de éste, que permanecen inalterables, pero, por contagio de su existencia atormentada y de su trágica inmolación por la libertad, le comunica un aliento revolucionario y patriótico. Melgar cumple su sino rebelde no sólo al insurreccionarse contra el régimen español sino al escribir yaravíes. Con ellos reivindica el ancestro indio de nuestro mestizaje y lo vincula, como haría más tarde Olmedo, al ideal revolucionarlo. Al morir fusilado por su adhesión a la revolución da Pumacahua, después de la batalla de Humachiri, sus yaravíes se quedan para siempre, en la imaginación popular, oreados de pólvora revolucionaria y de sangré insurgente. Pero su languidez romántica es siempre la misma:



Vuelve que ya no puedo
Vivir sin tus cariños;
Vuelve mi palomita,
Vuelve a tu dulce nido.

Por ello en Arequipa los yaravíes de Melgar serían escuchados por los niños inclinados sobre el regazo materno y adormecidos con el arrullo de su triste música, como recuerda don Francisco García Calderón en el prólogo a las poesías de Melgar, pero serían cantadas también en los combates, por los soldados arequipeños en las insurrecciones republicanas, no obstante su aliento lírico, como una poesía de barricada.

 


El romanticismo fué un momento propicio para el florecimiento de las tendencias melancólicas que encarna el yaraví. En realidad muchas poesías nostálgicas de nuestros bardos escritas con el desmayo amoroso y la obsesión fatalista del movimiento romántico pudieran considerarse dentro del género del yaraví. Pero los nombres que les dieron sus autores de baladas, cantarcillos, estancias, barcarolas o seguidillas, demuestran, desde el primer momento, su alojamiento del alma india. Aún algunos que escriben versos bajo el epígrafe de yaravíes, como Althaus y Salaverry, encubren bajo ese título canciones lamartinianas o imitaciones de Arolas o Zorrilla. Salaverry sin embargo canta en un verso la emoción que le produjo la música de un yaraví:

Jamás con tanta dulzura
turbó un yaraví mi calma:
tal fué tu voz de ternura
que era cada nota pura
dulce sollozo de tu .alma.

La influencia del paisaje y la cercanía al alma india, se demuestra que son factores indispensables en la producción del yaraví, por el hecho de que los poetas que continúan la vena de Valdez y de Melgar son, principalmente, los poetas arequipeños. El principal cultivador del género entre los románticos fué el arequipeño Manuel Castillo quien escribió y tradujo diversos yaravíes. Otro romántico, Constantino Carrasco que había estado  en Ayacucho tradujo acertadamente el Ollantay y con él los yaravíes clásicos ele Valdez, que han sido popularizados en la forma castellana que Carrasco les dió. Acisclo Vlllarán, impulsado por Castillo, tradujo también yaravíes mientras sus compañeros románticos traducían a Hugo, Byron y Peine. Villarán coleccionó algunos yaravíes en su estudio sobre la poesía de los Incas publicado en 1873 y entre ellos dos yaravíes ayacuchanos anóminos recogidos por Carrasco de los que uno, es un lamento de mujer tiene un acento desgarrado y cósmico característico del autentico yaraví:

Huarpa, Huarpa, grande réo que corres de un pueblo a otro
detén el paso a mi amado que busco con triste lloro.
!OHí Nube preñada de agua
cual de lágrimas mis ojos,
viértela sobre el ingrato
para que me espere un poco.

Juan de Arona, típico descontento, es quien manifiesta, con mayor rotundidad su desapejo por esta poesía que chuizante en su Diccionario de Peruanismos al tratar de la palabra Yaraví. El humorista romántico, que buscó sin embargo, la fórmula de una poesía del paisaje costeño, en sus "Cuadros y Episodios Peruanos”, de muestra su insensibilidad para lo andino, al decir: "Como letra, la nada más tonto y vacío de toda originalidad que los tales yaravíes". Lo interesante y original de esta canción como de otras muchas es para Paz Soldán, la música aunque la de los yaravíes le parece pobre, monótona y uniforme si bien en cierto momentos, por obra principalmente de la escenografía-el paisaje-la serranía agreste, el doloroso quejido de la quena-resulta triste y agradable.

Así el romanticismo peruano, salvó la devoción individual de Carrasco y de Castillo se demuestra extraño a la seducción del Yaraví. Probó aún como era de postizo de barato indigenismo de sus producciones teatrales con indios de novela filantrópica rusoista. tan falsos como sus caballeros cruzados y templarios y las almenas de cartón de sus melodramas o rientalistas. Estas notas deshilvanadas no bastan para caracterizar toda la trayectoria vital del Yaraví sino principalmente el origen y la iniciación del género. El yaraví nace alegre en la fiesta jubilar de la cosecha incaica silencia su voz en los primaros siglos de la conquista y renace preñado de pesadumbre en el siglo XVI y en las representaciones escénicas de las que sorprende, como una expresión nueva de la raza, su infinita melancolía. Es la época aédica o de florecimiento en el idioma nativo y genuino, cuyos ecos recogería en Mercurio Peruano y más tarde Markham al copiar el cancionero del cura Justiniani. Melgar le prestó el fuego de la pasión criolla y del ardor por la libertad y lo encadenó a las cuerdas de la guitarra. Traducido al castellano, transportado al ámbito urbano contagiado de romanticismo europeo, pierde su originalidad en la lira de los románticos, época rapsódica de imitación y decadencia para recobrar con su ingenuidad y su desolada queja su tristeza medular, necesita volver al regazo de la tierra quechua, escuchar de nuevo el son de las esquilas y la canción de la trilla, y llenarse de silencio y   de aromas silvestres, en el trigal o de nieve y de cóndores en la inmensidad de la jalca. Es el alborear de la nueva poesía andina, mitad quechua, mitad española que escribirá de nuevo no yaravíes criollos, sino jharawis, en los que trasciende el vaho de la tierra infundido en un milenario dolor musical.

Raúl Porras Barrenechea en El Comercio. Lima, 28 de julio de 1946; p.2


miércoles, 6 de septiembre de 2017

PALMA Y LO CRIOLLO por RAÚL PORRAS BARRENECHEA


      En las Tradiciones hay, refugiado y oculto, un estupendo escritor de costumbres, acaso un gran novelista, creador de tipos de la farsa y del ambiente criollos que se asoma por momentos, que se distrae en el juego descriptivo de los usos populares, el contoneo de la danza, el regusto de los guisos y manjares criollos, los dengues de trajes y ceremonias, el disfuerzo de las limeñas, la zambra morena de las jaranas, la cazurrería quechua, el airoso revoloteo del piropo, el zigzagueo chispeante de cohete de la requintada o la gracia cristalizada en el lenguaje de los técnicos en fullerías de naipes, juramentos de taberna, aleluyas de sacristán, o en la ciencia infusa de los doctores en gallística o tauromaquia.

         La obsesión historicista aleja a Palma — criollo, nato, al que le retozaba la sangre y se le quedó coleando la gana del jaleo y bullanga— de la espontánea desenvoltura de los escritores propiamente satíricos o recreadores del ambiente en la comedia o en la novela. Pero el criollo, ganado por la emoción del pasado y el rancio olor de los manuscritos, se desquita a menudo y en las Tradiciones nos da acaso el más vasto panorama y la versión más cabal de lo criollo peruano. Aunque no se pongan de acuerdo los críticos sobre la extensión o el contenido del término criollo, que es al cabo lo nacido y criado en la tierra y calentado por la emoción popular, ya sea ésta costeña o serrana, pero de todos modos expresión de un alma mestiza, de una casta vieja y nueva a la vez, surgida de la fusión de lo propio y de lo importado y por ello alegre y melancólica a un tiempo, o pesar de los distingos especiosos étnicos, sociales o artísticos, en Palma hallamos inconfundiblemente desparramada en sus tradiciones, en el lenguaje y en el ambiente, la sensación del más auténtico criollismo peruano. Registrado y saboreando morosamente los relatos de Palma, se halla en ellos los más sápidos datos para reconstruir los usos y gustos vernáculos y con sus referencias podría formarse una verdadera Enciclopedia del saber popular criollo. En ellas están los bailes y los ritmos criollos, haciendo vibrar a los personajes y rebullir las  pasiones sensuales, desde "El estornudo", cancionista liviana con la que los limeños se reían de la peste en 1719, entre estornudo y estornudo, hasta la Conga revolucionaria, cantada entre balazos por los montoneros de Balta o en el delirio de las palmadas y de la fuga en las jaranas de Chepén y de Guadalupe, entre libaciones de chicha y de moscorropio legítimo.

Ahora si lo Conga
(ahora)
señora Manonga
(ahora)
y no se componga
que se desmondonga ,
(¡ahora!)

Vibran las tradiciones con el regodeo de las coplas y los jaleos del público criollo, desde el agua de nieve, el garito miz-miz o el minué que se bailaba en los salones de la época de Abascal, el maicillo bailado por las pailas alrededor de los nacimientos, hasta el desenfreno del "bate que bate", el 'don Mateo" o la remensura, prohibidos por edictos parroquiales, hasta el ritmo arrastrador de la zamacueca, "el se vende", que hacía escobillar de entusiasmo hasta los curas en la iglesia, o la sanjuriana o cueca de las jaranas de cascabel gordo; y en los días republicanos, el londú, la cachucha y el umbé. El folklore revienta de risa cuando, en la farándula volteriana de las Tradiciones, los Obispos atraídos por el ruido de la charanga, sorprenden al clérigo mestizo escobillando una cachua, botella en mano y gritando a la pareja: “¡Aro! ¡Arito! Dáme tus brazos mi vida, por la derecha! ¡Aro! ¡Arito! Dame tus brazos, chinita, por la izquierda!”
Y como las danzas los festejos criollos, los toros, los gallos, las co­fradías de negros —congos, bozales, caravelíes, angolas y terranovas—, con sus desfiles coreográficos de gi­gantes, parlampanes y papahuevos, sus reinas de azabache, y cuadrillas de diablos que acompañaban a la Tarasca y demás fandangos que se celebraban con salvas de artillería, pirotecnia nocturna, farolillos y bu­ñoleras. Por Palma sabemos las fies­tas populares da sus abuelos o de su niñez, antes de la entrada de la pa­tria y después de ella, las suntuosas procesiones de Corpus y de Cuasimodo los paseos de Alcaldes, los volatines del Tajamar y las maromas de Matienzo, o el paseo de las tapadas en el Puente o la Alameda. Y nos llega el aroma de los puestos de flores de las mistureras en la plaza, bajo los arcos de los portales y la policromía de las marimoñas, los tulipanes, los arirumbes, los claveles y el olor de los capulíes, los nísperos y las frutillas.

        E inunda el aire el tufo picante de la cocinería de Chimbambolo, con sus fuertes guisos populares, la uña de vaca con salsa de perejil y pimienta, capirotada de ajos con cebolla alborrana y zango de ñajú. Y no es la remilgada versión de los manjares aristocráticos, sino el auténtico olor de la fritanga popular el que circula en las tradiciones republicanas y por la memoria del tradicionista, cuando pasan la sopa teóloga, la carapulcra de conejo, el estofado de carnero, el pepián, el locro de patitas, la carne en adobo San Pedro y San Pablo y el pastel de choclo; y en los días de mantel largo, aparte del chupe y el pavo relleno, el pollo en alioli, las magras, los pastelillos, los chicharroncitos, las aceitunas de camarones, el sevichito de pescado chilcano (Los clásicos peruanos Palma y Arona escriben seviche con s y v semilabial, sin presunciones filológicas). Esto, aparte de las golosinas limeñas de todas horas, inventariadas en la tradición “Con días y ollas venceremos", verdadero tratado de folklore en miniatura, desde el “ante” de frutas y el arroz con leche, le -melcocha, el turrón y el alfajor, tres primores de la gula criolla, hasta el ranfañote, la cocada, la chancaquita de maní, los barquillos, las humitas y los “frejoles colados”. Y, como nota suprema de limeñismo, como la zamacueca en el baile, el supremo manjar de la ma­zamorra y el champús que se tomaban a la hora de dormir. Limeño y mazamorrero fueron sinónimos y Palma lo proclama a boca llena.

En Palma está también los supremos secretos de los toros, de los gallos y de los naipes viejos y castizos. El tradicionalista aprendió algo de su guasonada y su desenfrenado dicharachero en los ruedos de los toros y se estremecía de entusiasmo recordando la suerte de la capa a caballo y los toros de la Rinconada de Mala y las cur-betas del caballo de la toreadora Jua­na la marimacho, cuya figura biza­rra de mulata le arranca un auténti­co requiebro criollo: "Ah china dia­da! ¡Y bien haya la madre que la parió! Esa china merecía estatua en la Plaza de Acho". Y pasan ros Tore­ros zambos y mestizos quitándose la montera para saludar al palco presi­dencial para decir con estilo aparatoso y guaragüero: "por vuesencia, su ascendencia, descendencia y noble concurrencia". Y nos enteramos, al lado de mataperros y generales en el Coliseo de Gallos, de las malas artes de Malatobo o de la pata culebreadora del ají seco, de las características de los caramelos tostados, las le­chuzas, pata amarilla, hijos de chus­co y gallina terranova, y de todos los trances de la lucha, desde el envite y el topo, el ladeo y el aparragado, la prendida de la mecha, hasta el qui­quiriquí de la victoria. Y llueven tér­minos y jactancias surgidos de los lances álgidos de la baraja porque el criollo ha de ser rumboso, botarate y palangana y es de zafios el juego roñoso y de chingana.

Pero en donde el criollismo de Pal­ma se engarza con la literatura y comienza a urdir los personajes repre­sentativos de la farsa criolla, es cuan­do retrata a los tipos populares o re­coge los dichos de la boca del vulgo o de les comadres. A través de las tradiciones desfilan los tipos característicos de la ciudad que Palma al­canzó y en quienes encarnó la viveza o la tontería criolla, desde el intonso Tadeo López, el  cuco de las medallas y de las condecoraciones de la calle Judíos, hasta Basilio Yeguas, Bernardito, Manongo Moñón, Bofetada del Diablo, ño Cerezo, el aceitunero del puente, el suertero Chombo de Dichoso, o ño Bracamonte tocador de arpa y guitarra o el repentista padre Chuecas, animadores de las parrandas de la época de Abascal. Y junto con ellos, trepados ya al tablado popular, los personajes de los titiriteros, ño Silverio, ña Gertrudis González, Chocolatito, Piti Calzón, Perote y Santiago Obrador.

Pero, sobre todo, lo que califica eI criollismo de Palma es la gracia espontánea y desenfadada del len­guaje, la aptitud innata para el re­producir el habla característica del pueblo y de cada una de las castas o tipos sociales que retrata con una fidelísima sorna. Desde el arrabal o el atrio de la iglesia, desde el coso popular o el patio de la escuela, desde la taberna o el corrillo estudiantil, ascienden y toman carta de ciudada­nía en la literatura una serie de vo­cablos zandungueros y mestizos, en­gendrados por la chocarrería o el do­naire callejero. En la prosa de Palma, siguiendo el ejemplo de Pardo, de Segura y principalmente de los más despabilados ingenios de Larriva, de Soffia y de Rojas y Cañas, se incor­poran al habla castiza y arcaica de los clásicos de la picaresca española, todos los términos de la cundería criolla. Después de Palma, sólo José Diez-Cansejo ha hecho una cosecha tan graneada y tan rica de términos ex­propiados al vulgo. Sólo criollos pe­ruanos pueden entender la gracia de términos como el culepe, fumarse una panquita, codear a un amigo, pararse en sus trece, exigir la yapa, beber hasta el conchito, hablar lisuras, golpearse la tutuma, o calar la decepción criolla cristalizada en la frase “me fundieron” o “adiós a mi plata” o corear la gracias castiza de algunos de los denuestos hilarantes de las tradiciones como “Cállese su adefesio de misa de una” o “Aguárdate gallinazo en muladar”. Y el rescoldo de mataperrada escolar que tiene la frase usada por Palma: “Le aplicó una patada en el mapamundi”. Y hasta podía formarse un refranero peruano expresivo de la psicología y de las tradiciones regionales, reuniendo los dichos recogidos o inventados por Palma, como aquellos de: "Soy camanejo y no cejo", "Aquí como en Huacho todo borrico es macho", o "Arequipa ciudad de dones, pendones y muchachos sin calzones", "Más gangas que el testamento del moque-guano", "Que repiquen en Yauli" o a "Robar a Piedras Gordas" o la bur­la retozona sobre los calzones del cura de Puquina que medían tres va­ras de pretina.

Palma dueño de estas extraordi­narias calidades de captación psico­lógica y de donosura de forma, ani­mó con su propio espíritu e imagina­ción a muchos de los personajes his­tóricos que vivían escueta y secamen­te en crónicas y en documentos nota­riales. El les ha prestado vida y ca­rácter a personajes que hoy día en­carnan en la memoria popular, co­mo en las figuras ya divulgadas y carentes de expresión antes de él, co­mo el Demonio de los Andes, la Monja Alférez, el Virrey Poeta, Fray Martín de Porres, Mariquita la Castellanos, Amat y la Perricholi, el Virrey de la adivinanza, la Protectora y la Liber­tadora, Canterac, Valdez, el Menti­roso Lerzundi, La Maríscala, el canó­nigo del Taco, el padre Araujo, el por­tero Halicarnaso, el padre Urías, o el padre Pata. Pero hay en las tradicio­nes de Palma, agazapada trás de la cohorte principal de Virreyes o de pre­sidentes republicanos, de magnates o de obispos, una comparsa menor ale­gre y burlesca que ha pasado desaper­cibida generalmente para los críticos y que son verdaderas creaciones de la imaginación de Palma, frutos inmadu­ros o frustrados del talento novelísti­co de Palma y su vocación costumbris­ta. Algunos de estos tipos reaparecen dos o tres veces, y parecen pedir al autor a la manera de los personajes de Unamuno o de Pirandello, que les admita en la trama, entre histórica y tabulada de su obra y otros, apenas si insinúan su personalidad con un mote gracioso preñado de sugerencias criollas.
Si Palma hubiese accedido al pe­dido suplicante de esos personajes y no los hubiese aplastado en sus apa­riciones momentáneas, cuando apenas asomaban la cabeza, sepultándolos bajo el peso del infolio histórico que consultaba, acaso contaríamos ahora con alguna galería burlesca y castiza de personajes típicos de nuestro medio como los del Ruedo Ibérico o la Cor­te de los Milagros de Valle Inclán. Palma poseía dones innatos para es­ta forja artística: el don descriptivo para el retrato físico y psicológico, admirable facilidad y naturalidad para el diálogo, donosura arcaica y popu­lar en el lenguaje y (f)luidez espontánea y natural de su estilo narrativo. Y es lástima que estas condiciones no se empleasen para encarnar de una vez los personajes de la novela peruana de su tiempo que andaban sueltas por las calles y él conoció y caló como na­die y que hubieran tenido al cabo por obra de la imaginación del artista y no a mérito de andaderas y documen­tales, una realidad más profunda y duradera que la de los personajes his­tóricos.

      De estos personajes propios de Pal­ma, amigos de su ingenio, hubo algu­nos que alcanzaron a ganar el áni­mo del tradicionista y a deslizarse en el desfile atropellando autoridades y cronologías. De ellos es por ejemplo "Don Dimas de la Tijereta", el escri­bano que vende su alma al diablo, en el cerrito de las Ramas; "La tía Catita" contadora de cuentos y espécimen de las viejas limeñas, la San Diego, Ia hechicera cómplice de Patudo, en la tradición de la Misa Negra, herma­na de la Camacha y las Montielas cervantinas y virreinales, animados por el tradicionista. En la ronda des­apercibida están en cambio otros per­sonajes que apenas nos atrevemos a rescatar de su anónimo e incorporar en la fauna palmina. Confidente ima­ginario de Palma para alguna de sus tradiciones, trapisondista histórico por lo tanto y criollo de marca mayor es don Adeodato de Mentirola que Pal­ma menciona en la tradición "Dónde y cómo el diablo perdió el poncho" y reaparece públicamente en la tradi­ción "Franciscanos y Jesuítas" y en otras. Don Adeodato es uno de los ar­quetipos criollos, hermano espiritual del general Lerzundi en el arte de mentir e hidalgo dignísimo que por haber militado en las filas realistas renegaba de todas las repúblicas teó­ricas y prácticas habidas y por haber y se declaraba enfáticemente parti­dario del paternal gobierno de Fernan­do VII. Tradicionista y charlatán que es como decir dos veces criollo, don Adeodato era, según Palma, el hom­bre mejor informado de los trapícheos de Bolívar con las limeñas y nadie conocía como él al dedillo la anti­gua crónica escandalosa de esta ciu­dad de los Reyes. Palma nos ha con­servado por desgracia muy pocas palabras del procer criollo, pero su des­dén por lo nuevo y lo democrático es­tá reflejada en esta frase que alguna vez dijo a Palma refiriéndose a los es­critores de su tiempo: "Así son las re­putaciones literarias desde que entró la patria... Hojarasca y sopimo. Oro­pel, puro oropel". Y tras de don Adeo­dato ingresarían a la escena el mal­diciente don Restituto "vejete con más altos y bajos que la convención del 60 y con unas tijeras que así cortan al hilo como al sesgo", carac­terizado en la tradición Un Maquiavelo ciiollo; el Abate Cucaracha de la Granja, oportunista venal y libertino que alzó con la custodia de su Iglesia y sostenía que de canónigo a obispo no hay más que una pulgada; y en quien Palma retrató a un contrincan­te clerical secularizado; Cuzcurríta, el barbero de los canónigos, "viejo con opalanda y birrete, fértil de orejas, viuda del ojo izquierdo y tartamudo de la pierna derecha, que desde la legua exhalaba olor a vinajera de sa­cristía", y entre los tipos que entran y desaparecen sin dejar más que el tintineo de su nombre, "Cantimplora" el alguacil del Cabildo con su algua­cilesca vara, el teniente Ajiaco, guar­dián del orden público, Sopas en Le­che, el borracho de barrio botella en mano; el compadre Siete Cueros; el General Pata de Gallina, que asciende de traición en traición y dió lugar a un incidente burlesco en la vida de Palma y, por último, las viejecitas li­meñas como las Pantoja, "cotorritas enclenques siempre emperejiladitas, limpias como el agua de Dios y ha­cendosas como las hormigas" o doña Quirina que' tenía un cuartito que por lo limpio parecía una tacita de porce­lana con su cómoda de cedro encha­rolado y su urna de cristal. Y entre los personajes característicos del elen­co palmino el Diablo, su correveidile Lilit y sus múltiples mensajeros los duendes y las ánimas del purgatorio.

La digresión ha sido larga pero ella demuestra cómo en la juventud de Palma, por diversas influencias y cir­cunstancias, por el ambiente románti­co, por el abandono de los estudios históricos y también en parte por cier­ta pereza característica, Palma dejó los caminos que hubieran podido lle­varle a la creación de una gran no­vela de la vida peruana con sus per­sonajes arquetípicos y deshumaniza­dos, nutridos por la savia popular, y prefirió hacer la epopeya histórico-cómica del Perú.

PORRAS BARRENECHEA, RAÚL. "Palma y lo Criollo"
Idea 6 (24): 7, retr. Lima, abr. - jun. 1955