lunes, 27 de enero de 2020

Mesa redonda “Raúl Porras Barrenechea: Investigador, Indigenista e Hispanista” (31 de enero del 2020-6.pm)


El Instituto Raúl Porras Barrenechea. Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas invita a toda la comunidad académica y público en general a ser parte de la mesa redonda “Raúl Porras Barrenechea: Investigador, Indigenista e Hispanista” donde se leerá y debatirá el texto intitulado “La caída del Imperio Incaico” publicado en El legado Quechua (Porras 1999). La finalidad de este encuentro académico es despertar el interés, y fomentar el desarrollo de nuevos enfoques sobre la base de los diferentes temas históricos desarrollados, en las investigaciones expuestas a lo largo de toda la obra de Raúl Porras que son sin ninguna duda la esencia de nuestra alma nacional.
Ingreso libre
Hora: 6 p.m.
Fecha y lugar: 31 de enero del 2020. Auditorio provisional del IRPB (av. Ricardo Palma, 341 Miraflores).

Raúl Porras Barrenechea (Pisco, 23 de marzo de 1897-27 de septiembre de 1960). Notable historiador, maestro universitario, crítico literario, además de servidor público como político y diplomático al desempeñarse como Presidente del Senado y Canciller de la República respectivamente. Culminó la cerrera diplomática, y por el ende su servicio al Estado peruano, con el cargo de  Ministro de Relaciones Exteriores el cual ejerció desde abril de 1958 hasta 1960, año en el que convocó a la VII Reunión de Cancilleres en San José de Costa Rica y en la que tuvo una destacadísima participación.
La obra Raúl Porras Barrenechea es vasta y muy rica. Ella transita por diferentes tópicos desde la crítica literaria, propia de sus inicios, pasando por análisis y reflexiones historicistas expresadas en artículos o grandilocuentes discursos hasta llegar a las obras de mayor envergadura cuyo aporte a la historiografía peruana no contempla parangón.
Claros ejemplos de su aporte son la temprana  José Antonio Barrenechea (1829-1889) (Lima, 1929), la preclara Pizarro, el Fundador (Lima, 1941) y la trascendental Fuentes Históricas Peruanas (Lima, 1954) por citar algunos ejemplos.

martes, 21 de enero de 2020

LA CAÍDA DEL IMPERIO INCAICO* por Raúl Porras Barrenechea



La derrota en Cajamarca no se explica simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios. Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes: ni el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la próxima terminación del Imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer. Aunque estas alucinaciones tuvieron poder sobre el ánimo de ambos pueblos contendientes, no fueron las fuerzas determinantes.

Tampoco fueron los elementos materiales: las armas y los caballos de los españoles. Es cierto que infundían espanto los arcabuces y las cargas de caballería, pero la superioridad de armas españolas estaba compensada en la enorme superioridad numérica de los indios y el espanto primitivo causado por los caballos desapareció pronto. Los indios trataban de evitar a éstos eludiendo los llanos, combatiendo en las breñas, abriendo hoyos en los campos para que se despernancaran los equinos. En el sitio de Cuzco varios indios se cogían de las colas de los caballos impidiéndoles caminar. En la campaña de Benalcázar contra Rumiñahui las cabezas de los caballos muertos eran colocadas en estacas coronadas de flores.

En realidad el Imperio Incaico empezaba a derrumbarse solo. Era un organismo caduco y viciado, que tenía en su enormidad territorial el más activo germen de disolución. La grandeza del Imperio estaba ligada esencialmente a la existencia al frente de él de grandes espíritus guerreros y conquistadores como los de los últimos Incas, Pachacútec y Túpac Yupanqui, y, sobre todo, a la conservación de una casta militar, sobria y virtuosa como la de los orejones. Con Huayna Cápac se inició la decadencia. Huayna Cápac era aún un gran conquistador como su padre y abuelo, pero en él se presentan y se afirman ya los síntomas de una corrupción. Las victorias incaicas son más difíciles y lentas, no se siente ya el ímpetu irresistible de las legiones quechuas. La conquista de Quito es la pérdida del Tahuantinsuyo. Las tribus se rebelan apenas sometidas y escarmientan a los vencedores. Los orejones, la invencible y austera casta de los anteriores reinados, educada en la abstinencia, la privación y el trabajo, había perdido su vigor. Ya no comían maíz crudo ni viandas sin sal, no se abstenían de mujer durante los ejercicios preparatorios de su carrera militar, ni realizaban trabajos de mano, ni eran los primeros en el salto y la carrera. De las clásicas ceremonias instituidas por Túpac Yupanqui para discernir el título de orejón, sólo conservaban el amor a la chicha. Mientras más beber, más señor es, llegó a decirse. Los Pastos les sorprenden y les diezman, después de una victoria, porque según cuenta Sarmiento estaban «comiendo y bebiendo a discreción». Los cayambis, un pueblo rudo y desconocido, resisten al ejército incaico, y hacen huir por primera vez a los orejones, dejando en el campo indefenso y en peligro de muerte al Inca. Éste tiene que usar para someter a los cayambis métodos que contradicen la proverbial humanidad de su raza y las tradiciones pacificadoras del Imperio: matanzas de prisioneros, guerra sin cuartel a mujeres y a niños, incendio y saqueo de poblaciones. El vínculo federativo que era el sostén del Imperio, no era ya así libre y voluntario o conseguido por la persuasión, sino impuesto por la fuerza. La cohesión incaica estaba desde ese momento amenazada por el odio de los pueblos vencidos y afrentados. Las sublevaciones se suceden y los enormes cambios de poblaciones ordenadas por Huayna Cápac, verdaderos destierros colectivos de grandes masas, no hacen sino aumentar el descontento de vasallos y sometidos.

Sus conquistas, su valor personal, el respeto supersticioso de sus súbditos, no bastan para ocultar la condición viciosa y decadente del monarca. Reúne aún las condiciones viriles de sus antepasados, pero relajadas por su tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida. Su afán de construir en Tumibamba palacios que superasen a los del Cuzco, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento cuzqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fiestas y diversiones llenan las últimas etapas de su reinado, transcurrido en la sede sensual y enervadora de Quito. Bailes y borracheras amenizaban el paso del cortejo de Huayna Cápac, –formado de aduladores y cortesanos– por todo el Tahuantisuyo. El Inca encabezaba estos desbordes livianos. Era "vicioso de mujeres" dice Cieza, privaban con él los aduladores y lisonjeros y era el primer borracho del reino. "Bebía mucho más que tres indios juntos" cuenta Pedro Pizarro, y cuando le preguntaban cómo no perdía el juicio bebiendo tanto, respondía el viejo Baco vicioso "que bebía por los pobres que él muchos sustentaba".

Huayna Cápac era, a pesar de estos vicios, grave, valiente y justiciero. Los indios le querían y le respetaban. "Era muy querido de todos sus vasallos" dice Pedro Pizarro y Cieza afirma que "quería ser tan temido que de noche le soñaran los indios". En sus manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él creó el germen fatal de la disolución: una sede rival del Cuzco, en regiones distantes y apenas conquistadas y al crear la causa de la futura división incaica, allanó el camino de los españoles. Si la tierra no hubiera estado dividida –dice uno de los primeros conquistadores– o si Huayna Cápac hubiera vivido, "no la pudiéramos entrar ni ganar".

La decadencia iniciada, aunque envuelta en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste. Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder. Cuzqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse irreconciliablemente.

Huayna Cápac completó su error no acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su muerte.
No interesa aclarar para éste si dictó a última hora, como quieren algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas sobre un bastón su decisión dinástica. Hubiese ordenado en su testamento como único señor del Imperio indivisible a Huáscar, Ninán Cuyochi o Manco Inca, o dispuesto la división del Imperio entre Huáscar y Atahualpa, dejándole a aquél el Cuzco y a éste Quito, la separación del Norte y del Sur se hubiera irreparablemente producido. Atahualpa no fue sino el nombre propio de una insurrección regional incontenible contra el espíritu absorcionista y despótico de la capital: el Cuzco.

Atahualpa, acaso, más audaz e inteligente que Huáscar, hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y no un bastardo, contener la disolución del Imperio a base de astucia y de tino político, de enérgica violencia en último caso, pero no es dable suponer que llegara a obtener la adhesión sincera y leal del bando cuzqueño. La insurrección habría estallado tarde o temprano o en su lugar Atahualpa habría tenido que imponer un sangriento despotismo como el que inauguraron en el Cuzco, sus generales Quisquis y Calcuchima a raíz de la derrota y apresamiento de Huáscar.
Cuzqueños y quiteños no formaban ya una sola nación, eran extranjeros y enemigos. Nacido en el Cuzco o en Quito, de una ñusta quechua o de una princesa quiteña, Atahualpa criado lejos del Cuzco, de sus instituciones y costumbres, era un extraño que no merecía la confianza de la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales.

Otra señal de la disolución era el abandono de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había creado la alegría incaica, en "el buen tiempo de Túpac Yupanqui", era abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte, excluida del trabajo, parásita y holgazana. En torno de ella se quebraban todos los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos. Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución, o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Por allí empezaba a destruirse el gran Imperio de trabajadores incaicos. En el momento de la llegada de los españoles, la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista, acreditaron la existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo Fernández de Oviedo, después de interrogar acuciosamente a los primeros conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa, consigna esta impresión inmediata y sagaz: "la gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura".

La lucha entre los dos hermanos –Huáscar y Atahualpa– pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada general indio alentaba un auca o traidor. En el Cuzco se sospechaba de la fidelidad de Huanca Auqui, el jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quisquis y Calcuchima. Éstos, vencedores arrogantes, no guardan ningún respeto por el linaje imperial de Huáscar, ultrajan de palabra a la Coya viuda de Huayna Cápac y a la mujer de Huáscar y exterminan a todos sus parientes hasta las mujeres preñadas.

"¿De dónde os viene, vieja presuntuosa, el orgullo que os anima?" dice Quisquis a Mama Rahua Ocllo, ex emperatriz venerada. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega, en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa allana la huaca de Huamachuco que le presagia mal fin, derriba al ídolo y decapita al sacerdote. Huáscar desdeñaba las momias de sus antepasados, según Pedro Pizarro; y Santa Cruz Pachacutic le acusa de haber autorizado la violación de las vírgenes del Sol. Quisquis y Calcuchima realizan, aun, el mayor desacato concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Inka Yupanki fue extraída de su palacio, donde era reverenciada, y quemada públicamente. Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris, haciendo abrir el vientre a las mujeres en cinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa, dice que Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías, "que jamás allí se habían hecho en esta tierra". El relato de las crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo y Yahuarpampa contra los parientes de Huáscar, –mujeres, niños, ancianos–, ahorcados, ahogados, muertos por hambre, es de una siniestra verdad. El final del Imperio de los Incas estaba decretado no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica.

* Publicado en: Revista de la Universidad Católica del Perú, Lima, mayo de 1935, Año III, N° 13, p. 142-148. Reproducido en la revista Sollertia, año V, Nº VIII, oct.-dic. de 1990, de donde se toma.

lunes, 13 de enero de 2020

PRESENTACIÓN DE LIBRO "LA OROYA. SENTIMIENTO MINERO" DE PABLO RAFAEL ARROYO ACERO (14 de enero del 2020. 6:30 p.m.)


El Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas, tiene el agrado de invitarle a la presentación del libro La Oroya. Sentimiento Minero de Pablo Rafael Arroyo Acero.
El evento académico se realizará el día martes 14 de enero del 2020, a las 6:30 p.m., en el auditorio provisional del Instituto, av. Ricardo Palma 341, Miraflores.
Ingreso libre.

Sobre la obra
La narración de esta novela parte de una realidad ocurrida en la década de los 80.
Traía sobre el sistema de trabajo, las pasiones, deseos, angustias, aventuras y forma de vida de un grupo de exploradores mineros de la empresa CENTROM1N PERÚ SA, ubicada en la ciudad metalúrgica de La Oroya, cuya misión es descubrir vetas de mineral, realizando tareas de exploración con perforación diamantina en la explanada del Cerro Cachi Cachi, en el asiento minero de Yauricocha, un lugar triste y frígido a 4600 metros sobre el nivel del mar.

INAUGURACIÓN DEL AÑO ACADÉMICO CULTURAL DEL INSTITUTO RAÚL PORRAS BARRENECHEA 2020


El Instituto Raúl Porras Barrenechea, Centro de Altos Estudios y de Investigaciones Peruanas, tiene el agrado de invitarle a la inauguración de su Año académico cultural 2020.

El evento académico se realizará el día lunes 13 de enero del 2020, a las 7:00 p.m., en el auditorio provisional del Instituto, av. Ricardo Palma 341, Miraflores.
Ingreso libre.

Sobre la Inauguración
La inauguración estará a cargo del escritor y diplomático Harry Belevan-McBride (Director del Instituto Raúl Porras Barrenechea). Posteriormente, se realizará el recital "LA POESÍA ES RESISTENCIA", que contará con la presencia de Otilia Navarrete, Jhonny Barbieri, Omar Aramayo, Gloria Mendoza Borda, Willy Del Pozo, Harold Alva, Armando Arteaga, Cecilia Podestá, Florentino Díaz, Leoncio Luque Ccota, Nora Alarcón, Dimas Arrieta, Diego Alonso Samalvides Heysen, Liliana Miranda, Sixto Sarmiento, Jorge Chávez Álvarez, Carla Andaluz, Carlos Zúñiga Segura, Héctor Ñaupari y Milagritos Huertas. Todos, escritores y escritoras con profundo compromiso social.



HOMENAJE DE UN DISCÍPULO. Del discurso pronunciado en el sepelio del maestro Porras por Pablo Andrés Macera Dall'Orso


Raúl Porras nos enseñó que en el Perú todos los reconocimientos son póstumos o tardíos. Llegan cuando la muerte está cerca o después de ella. Porque donde el dinero y la publicidad deciden el destino de los hombres, él –maestro de pobreza- no tuvo otras armas que su fervor indesmayable por descubrir las raíces más hondas y puras de la Nación. Aquellas que no hubiesen todavía contaminado la codicia de honras y poder.

Como Garcilaso que muere en el destierro nostálgico de España y Vallejo, abandonado en los castaños de París, Raúl Porras es un peregrino del Perú, de ese país de los lugarejos humildes, como lo llamó una vez, tierra de contrastes y de síntesis, asilo del dolor, donde la historia asoma como una hazaña de la simpatía para vencer a los signos divisionistas de la raza y del suelo. En su Cátedra de San Marcos decía siempre que el Perú no tendría otro destino que el conocimiento de sí mismo y que donde aparecieran la pasión, el orgullo y la mezquindad no estaba el Perú. En busca del Perú, auténtico e incógnito, vivió Raúl Porras. Nacido en una generación fiel a las ilusiones generosas de Rodó confió hasta sus últimos días en que las fuerzas impersonales y anónimas no prevalecerían sobre las ideas; y que pudiéremos en voz alta, sin la vergüenza de la contradicción oportuna, hacer del Perú una tierra de amor y libertad. Con Basadre, Luis Alberto Sánchez, Mariátegui y Jorge Guillermo Leguía, supo Porras que el Perú profundo habría de encontrarlo en el silencio expectante y fervoroso de las bibliotecas y archivos.
Creía, como Milton, que los libros y documentos no son cosas muertas y estériles; y que si matar a un hombre -tarea a veces fácil, anónima y hasta colectiva- es matar a una creatura racional, imagen de Dios, destruir a un libro es matar a la razón misma, a la imagen de Dios como si dijéramos por el ojo. Día a día, en el Cuzco, en Sevilla, en los repositorios de Europa y del Perú, no escatimó fatigas ni desvelos, para entregar a las generaciones jóvenes, que no tienen más compromisos y responsabilidades que las del futuro, la imagen exacta e íntegra del Perú. Así surgieron sus estudios sobre la conquista del Perú y las premoniciones alucinantes y trágicas que anuncian el fin del imperio indígena; hurgando fechas y nombres, sin caer nunca en la idolatría del documento que hoy eligen tantos bien rentado mesnaderos de la historia. Porras sentía confundidas en su sangre a todas las sangres del Perú. Y con fervor piadoso e imparcial, sin distingos, sin rencillas, acogió en un solo abrazo de la inteligencia, la obra de los precursores liberales y frustrados de la República junto con la huella primeriza de los cronistas del siglo XVI que tienen todavía en sus páginas, el sabor fresco de la tierra descubierta.

Lo que en ellos buscaba Porras era el mensaje de la nacionalidad, la angustia de un nacimiento postergado, el dolor hecho rabia o silencio o protesta, por amor al Perú; y también el optimismo alto e invencible, el destello de poesía que alivió la vida de los hombres que conocieron a la patria en sufrimiento. Infalible en el recuerdo, perito escrutador de todos los rincones extraviados de nuestra confusa historiografía, tuvo como alarde de similitud esencial -no obstante estos regocijos eruditos- una preferencia abierta por las figuras que simbolizan el equilibrio, la nobleza de ánimo y la perseverancia en los caminos del pensamiento.
Garcilaso, Sánchez Carrión, Palma y Vallejo eran, para Raúl Porras, el Perú. El otro Perú, el que no llega. En los Comentarios Reales y las Tradiciones, como en los Poemas humanos y en las defensas del Tribuno de la República, veía respirar la misma congoja de país: la tristeza callada y tímida del Inca, la ira santa e inútil del discípulo de Rousseau o el dolor, solamente el dolor de Vallejo. La vida de todos ellos fue iluminada por Porras, descubriendo vicisitudes, omitidas por la desidia, o promoviendo, como en el caso de Vallejo, en medio de la indiferencia hostil, la publicación póstuma de sus obras.

Pero Porras fue, por encima de las virtudes de la inteligencia, maestro cordial a quien la palabra servía de camino y enseñanza. Durante cuarenta años, que todas las conjuras y temores no podrán negar, su hogar fue las escuelas y universidades del Perú. A los claustros de San Marcos que lo recibieron en el día augural de la Reforma y a los que entregó algo más que el esfuerzo rutinario y cansado de los profesores de hogaño, llevó el entusiasmo apasionado y lúcido de su espíritu. Conservó siempre el impulso juvenil de un maestro bisoño a quien no han fatigado las conspiraciones criollas de la pereza y cada lección fue siempre la primera. Le hemos visto en la casa de Miraflores, junto a la imagen señorial y solícita de los viejos infolios castellanos, recoger con avidez el nombre, la anécdota, la frase exacta que daría a los alumnos la semblanza del Perú. Ellos fueron los hijos y el hogar que no tuvo en sus últimos años. De las clases recogía, en el silencio admirativo de los estudiantes y en el estremecimiento que recorría los bancos de San Marcos, cuando leía en voz alta y clara las biblias de nuestra nacionalidad, la mejor compensación y la mejor respuesta a las penurias que lo han acompañado siempre como un destino, como el preció exigido en un país donde el mayor delito sigue siendo todavía la inteligencia. Después por los patios que llamó como en los tiempos carolinos, de los naranjos y de los jazmines, salía a las calles cercanas de San Marcos, y en la misma casa donde vivió su abuelo José Antonio Barrenechea, convertida por la incuria limeña en desván y almacén de desperdicios, recorría lentamente los rimeros de libros viejos y gastados, con el presentimiento de una sorpresa que enriquecería su biblioteca de Miraflores.

Los que hemos nacido en estos tiempos de angustias y de sombras, de fallecimiento y confusión, en que el Perú parece recogerse sobre sí mismo a la espera de otro golpe que caiga sobre la espalda cansada, encontramos en Porras el maestro que no tuvimos en muchos años de Universidad. Mientras muchos ocultan los pobres tesoros de su sabiduría prestada y celosamente prohíben y desengañan en la juventud los impulsos renovadores. Porras generosamente hizo de su casa un seminario amistoso de cultura donde entraba quien tuviese al Perú por emblema, a buscar junto a él nuestra historia perdida. Esta era su casa.

Han querido los enemigos solapados, que hasta los últimos días negaron a Porras el descanso que se concede a la muerte, crear alrededor la leyenda negra de su indiferencia por el palpitar del país. A él que defendió nuestros derechos frente a Chile, Colombia y Ecuador, persiguiendo siempre la conciliación entre todos los pueblos de América, para olvidar heridas viejas y construir juntos, frente a las amenazas materiales de la fuerza, un continente, asilo de la libertad y de la justicia. No quiero seguir porque ésta, dije, no es hora de reprensiones ni de odios. Pero cuando todos callemos y el juicio venga sereno y ecuánime, se dirá que Porras como Ministro o Senador, llevó a los oscuros pasillos de la intriga burocrática y a la baja política de nuestros tiempos, el aire sano de su magisterio en la cátedra, enseñando a nuestros improvisados directores -sus imperfectos e involuntarios discípulos- que no hay fuerza justa sin indulgencia y comprensión, y que no es derecho ni Estado el que no defiende el prestigio tradicional del Perú.

Estamos aquí en esta última conversación en que sólo escuchamos el recuerdo. Con Porras ha muerto algo de nosotros mismos. Algo del Perú y de América.
Lo demás -al margen de este entierro amanecido- queda entre él y sus discípulos, los verdaderos, amigos.

En: IRPB 2008 Libro de homenaje a Raúl Porras Barrenechea. Testimonios. Lima: IRPB-UNMSM. p. 231-233