La derrota en Cajamarca no se explica simplemente por el arrojo de los españoles ni por el miedo de los indios. Tampoco se explica por los factores sobrehumanos alegados por ambas partes: ni el milagro del apóstol Santiago ayudando con su espada formidable a los españoles, ni la profecía de Huayna Cápac de que habla Garcilaso sobre la próxima terminación del Imperio y venida de unos hombres blancos y barbudos, a los que debían obedecer. Aunque estas alucinaciones tuvieron poder sobre el ánimo de ambos pueblos contendientes, no fueron las fuerzas determinantes.
Tampoco fueron los elementos materiales: las armas y los caballos de los españoles. Es cierto que infundían espanto los arcabuces y las cargas de caballería, pero la superioridad de armas españolas estaba compensada en la enorme superioridad numérica de los indios y el espanto primitivo causado por los caballos desapareció pronto. Los indios trataban de evitar a éstos eludiendo los llanos, combatiendo en las breñas, abriendo hoyos en los campos para que se despernancaran los equinos. En el sitio de Cuzco varios indios se cogían de las colas de los caballos impidiéndoles caminar. En la campaña de Benalcázar contra Rumiñahui las cabezas de los caballos muertos eran colocadas en estacas coronadas de flores.
En realidad el Imperio Incaico empezaba a derrumbarse solo. Era un organismo caduco y viciado, que tenía en su enormidad territorial el más activo germen de disolución. La grandeza del Imperio estaba ligada esencialmente a la existencia al frente de él de grandes espíritus guerreros y conquistadores como los de los últimos Incas, Pachacútec y Túpac Yupanqui, y, sobre todo, a la conservación de una casta militar, sobria y virtuosa como la de los orejones. Con Huayna Cápac se inició la decadencia. Huayna Cápac era aún un gran conquistador como su padre y abuelo, pero en él se presentan y se afirman ya los síntomas de una corrupción. Las victorias incaicas son más difíciles y lentas, no se siente ya el ímpetu irresistible de las legiones quechuas. La conquista de Quito es la pérdida del Tahuantinsuyo. Las tribus se rebelan apenas sometidas y escarmientan a los vencedores. Los orejones, la invencible y austera casta de los anteriores reinados, educada en la abstinencia, la privación y el trabajo, había perdido su vigor. Ya no comían maíz crudo ni viandas sin sal, no se abstenían de mujer durante los ejercicios preparatorios de su carrera militar, ni realizaban trabajos de mano, ni eran los primeros en el salto y la carrera. De las clásicas ceremonias instituidas por Túpac Yupanqui para discernir el título de orejón, sólo conservaban el amor a la chicha. Mientras más beber, más señor es, llegó a decirse. Los Pastos les sorprenden y les diezman, después de una victoria, porque según cuenta Sarmiento estaban «comiendo y bebiendo a discreción». Los cayambis, un pueblo rudo y desconocido, resisten al ejército incaico, y hacen huir por primera vez a los orejones, dejando en el campo indefenso y en peligro de muerte al Inca. Éste tiene que usar para someter a los cayambis métodos que contradicen la proverbial humanidad de su raza y las tradiciones pacificadoras del Imperio: matanzas de prisioneros, guerra sin cuartel a mujeres y a niños, incendio y saqueo de poblaciones. El vínculo federativo que era el sostén del Imperio, no era ya así libre y voluntario o conseguido por la persuasión, sino impuesto por la fuerza. La cohesión incaica estaba desde ese momento amenazada por el odio de los pueblos vencidos y afrentados. Las sublevaciones se suceden y los enormes cambios de poblaciones ordenadas por Huayna Cápac, verdaderos destierros colectivos de grandes masas, no hacen sino aumentar el descontento de vasallos y sometidos.
Sus conquistas, su valor personal, el respeto supersticioso de sus súbditos, no bastan para ocultar la condición viciosa y decadente del monarca. Reúne aún las condiciones viriles de sus antepasados, pero relajadas por su tendencia invencible al placer, al fausto y a la bebida. Su afán de construir en Tumibamba palacios que superasen a los del Cuzco, aparte de revelar su frivolidad suntuaria es, por haber provocado el resentimiento cuzqueño, una de las causas de la disolución del Imperio. Fiestas y diversiones llenan las últimas etapas de su reinado, transcurrido en la sede sensual y enervadora de Quito. Bailes y borracheras amenizaban el paso del cortejo de Huayna Cápac, –formado de aduladores y cortesanos– por todo el Tahuantisuyo. El Inca encabezaba estos desbordes livianos. Era "vicioso de mujeres" dice Cieza, privaban con él los aduladores y lisonjeros y era el primer borracho del reino. "Bebía mucho más que tres indios juntos" cuenta Pedro Pizarro, y cuando le preguntaban cómo no perdía el juicio bebiendo tanto, respondía el viejo Baco vicioso "que bebía por los pobres que él muchos sustentaba".
Huayna Cápac era, a pesar de estos vicios, grave, valiente y justiciero. Los indios le querían y le respetaban. "Era muy querido de todos sus vasallos" dice Pedro Pizarro y Cieza afirma que "quería ser tan temido que de noche le soñaran los indios". En sus manos no corría peligro la unidad del Imperio. Pero él creó el germen fatal de la disolución: una sede rival del Cuzco, en regiones distantes y apenas conquistadas y al crear la causa de la futura división incaica, allanó el camino de los españoles. Si la tierra no hubiera estado dividida —dice uno de los primeros conquistadores— o si Huayna Cápac hubiera vivido, "no la pudiéramos entrar ni ganar".
La decadencia iniciada, aunque envuelta en fausto, en el reinado de Huayna Cápac se acentúa a la muerte de éste. Huáscar, el heredero legítimo, carecía de don directivo y de la firmeza de ánimo necesaria para conducir tan vasto y heterogéneo Imperio. Su padre le había creado además un problema político, para ser resuelto por voluntad y capacidad superiores a la suya. Le faltaba hasta el valor físico para enfrentar y desarmar con su prestigio de hijo del Sol, a sus enemigos. El estigma de la indisciplina y la desobediencia se apoderaba de sus vasallos. El espíritu regional ambicioso de los quiteños, alentado irresponsablemente por la frivolidad sensual de Huayna Cápac, se alzaba contra él retando su poder. Cuzqueños y quiteños habían llegado por causa de rivalidad, a odiarse irreconciliablemente.
Huayna Cápac completó su error no acordándose, en el devaneo de su vida sensual, de preparar y asegurar la sucesión normal del Imperio. Con una acción previsora en este sentido, y con el respeto que le tenían sus súbditos, su decisión testamentaria claramente expresada y reafirmada, hubiera evitado la confusión y la discordia que sobrevinieron a su muerte.
No interesa aclarar para éste si dictó a última hora, como quieren algunos cronistas, por medio de unas rayas pintadas sobre un bastón su decisión dinástica. Hubiese ordenado en su testamento como único señor del Imperio indivisible a Huáscar, Ninán Cuyochi o Manco Inca, o dispuesto la división del Imperio entre Huáscar y Atahualpa, dejándole a aquél el Cuzco y a éste Quito, la separación del Norte y del Sur se hubiera irreparablemente producido. Atahualpa no fue sino el nombre propio de una insurrección regional incontenible contra el espíritu absorcionista y despótico de la capital: el Cuzco.
Atahualpa, acaso, más audaz e inteligente que Huáscar, hubiera podido, de haber sido el heredero legítimo y no un bastardo, contener la disolución del Imperio a base de astucia y de tino político, de enérgica violencia en último caso, pero no es dable suponer que llegara a obtener la adhesión sincera y leal del bando cuzqueño. La insurrección habría estallado tarde o temprano o en su lugar Atahualpa habría tenido que imponer un sangriento despotismo como el que inauguraron en el Cuzco, sus generales Quisquis y Calcuchima a raíz de la derrota y apresamiento de Huáscar.
Cuzqueños y quiteños no formaban ya una sola nación, eran extranjeros y enemigos. Nacido en el Cuzco o en Quito, de una ñusta quechua o de una princesa quiteña, Atahualpa criado lejos del Cuzco, de sus instituciones y costumbres, era un extraño que no merecía la confianza de la ciudad imperial y de sus ayllus ancestrales.
Otra señal de la disolución era el abandono de los más fuertes principios de su propia cohesión social. La fuerza y la estabilidad del Imperio provenían de las sanas normas agrícolas de los ayllus, trabajo obligatorio y colectivo, comunidad de la tierra, igualdad y proporción en el reparto de los frutos, tutela paternal de los jefes. Todo esto que había creado la alegría incaica, en "el buen tiempo de Túpac Yupanqui", era abandonado con imprevisora insensatez. El Inca y sus parientes, la nobleza privilegiada, bajo el pretexto de las guerras, habían formado una casta aparte, excluida del trabajo, parásita y holgazana. En torno de ella se quebraban todos los viejos principios. El pueblo trabaja rudamente para ellos; tenía que labrar no solamente las tierras del Inca y del Sol, y las de la comunidad, sino la de estos nuevos señores. El Inca, rompiendo la unidad económica del Imperio, obsequiaba tierras a los nobles y curacas, quienes las daban en arrendamiento a indios que las cultivasen, con obligación de entregar cierta parte de los frutos. Estas propiedades individuales, dentro de un pueblo acostumbrado al colectivismo, herían el espíritu mismo de la raza y presagiaban la disolución, o un ciclo nuevo bajo normas diversas. Los nobles favorecidos trataban de perpetuar el favor recibido, trasmitiendo la propiedad individual. El reparto periódico de las tierras se hacía cada vez más formal y simbólico. El Inca o el llacta camayoc confirmaban cada año a los ocupantes en sus mismos lotes de terreno, existiendo casi en realidad propietarios de por vida. Lo que se hacía anualmente era el reparto de lotes adicionales para los hijos que nacían o el de las tierras llamadas de descanso. Las tierras mejores eran en todo caso las de los nobles y curacas y éstos no trabajaban. Por allí empezaba a destruirse el gran Imperio de trabajadores incaicos. En el momento de la llegada de los españoles, la antigua unidad incaica estaba corroída por tales gérmenes de división; uno económico, el descontento de clase del pueblo contra la aristocracia militar dominante, otro político, el odio entre cuzqueños y quiteños. Todos los primeros testigos de la conquista, acreditaron la existencia de este último. Pero el malestar social y económico se percibe en el cronista de mayor intuición y levadura jurídica de los primeros tiempos. Gonzalo Fernández de Oviedo, después de interrogar acuciosamente a los primeros conquistadores que regresaban a España, tras de la captura de Atahualpa, consigna esta impresión inmediata y sagaz: "la gente de guerra tiene muy sojuzgada a los que son labradores o gente del campo que entienden la agricultura".
La lucha entre los dos hermanos —Huáscar y Atahualpa— pone en evidencia todos los males íntimos del Imperio. La traición y la cobardía, la incapacidad, tejen la trama de la guerra civil. En cada general indio alentaba un auca o traidor. En el Cuzco se sospechaba de la fidelidad de Huanca Auqui, el jefe de las tropas de Huáscar, inexplicablemente derrotado en sucesivas batallas por los generales de Atahualpa, Quisquis y Calcuchima. Éstos, vencedores arrogantes, no guardan ningún respeto por el linaje imperial de Huáscar, ultrajan de palabra a la Coya viuda de Huayna Cápac y a la mujer de Huáscar y exterminan a todos sus parientes hasta las mujeres preñadas.
"¿De dónde os viene, vieja presuntuosa, el orgullo que os anima?" dice Quisquis a Mama Rahua Ocllo, ex emperatriz venerada. El olvido o desdén por las tradiciones incaicas llega, en este proceso de disolución, hasta la profanación. Atahualpa allana la huaca de Huamachuco que le presagia mal fin, derriba al ídolo y decapita al sacerdote. Huáscar desdeñaba las momias de sus antepasados, según Pedro Pizarro; y Santa Cruz Pachacutic le acusa de haber autorizado la violación de las vírgenes del Sol. Quisquis y Calcuchima realizan, aun, el mayor desacato concebible a la majestad de los Incas: la momia de Túpac Inka Yupanki fue extraída de su palacio, donde era reverenciada, y quemada públicamente. Pero, la nota más característica de este desquiciamiento, que perfila ya el desprestigio de la autoridad y el desborde sacrílego, es la acentuación de la crueldad. Atahualpa escarmienta ferozmente a los cañaris, haciendo abrir el vientre a las mujeres en cinta, y dar muerte a sus hijos. Sarmiento de Gamboa, dice que Atahualpa hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías, "que jamás allí se habían hecho en esta tierra". El relato de las crueldades realizadas por los generales de Atahualpa en el campo y Yahuarpampa contra los parientes de Huáscar, –mujeres, niños, ancianos–, ahorcados, ahogados, muertos por hambre, es de una siniestra verdad. El final del Imperio de los Incas estaba decretado no por el mandato vacío de los oráculos, sino por el abandono de las normas esenciales de humanidad y severidad moral, y de las fuerzas tradicionales que habían hecho la grandeza de la cultura incaica.
* Porras R. Publicado en Revista
de la Universidad Católica del Perú, Lima, mayo de 1935, Año III, N°
13, p. 142-148. Reproducido en la revista Sollertia, año V, Nº VIII,
oct.-dic. de 1990, de donde se toma.
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