En las Tradiciones
hay,
refugiado y oculto, un estupendo escritor de costumbres, acaso un gran
novelista, creador de tipos de la farsa y del ambiente criollos que se asoma
por momentos, que se distrae en el juego descriptivo de los usos populares, el
contoneo de la danza, el regusto de los guisos y manjares criollos, los dengues
de trajes y ceremonias, el disfuerzo de las limeñas, la zambra morena de las
jaranas, la cazurrería quechua, el airoso revoloteo del piropo, el zigzagueo
chispeante de cohete de la requintada o la gracia cristalizada en el lenguaje
de los técnicos en fullerías de naipes, juramentos de taberna, aleluyas de
sacristán, o en la ciencia infusa de los doctores en gallística o tauromaquia.
La obsesión historicista aleja a
Palma — criollo, nato, al que le retozaba la sangre y se le quedó coleando la
gana del jaleo y bullanga— de la espontánea desenvoltura de los escritores
propiamente satíricos o recreadores del ambiente en la comedia o en la novela. Pero
el criollo, ganado por la emoción del pasado y el rancio olor de los
manuscritos, se desquita a menudo y en las Tradiciones nos da acaso el más
vasto panorama y la versión más cabal de lo criollo peruano. Aunque no se
pongan de acuerdo los críticos sobre la extensión o el contenido del término
criollo, que es al cabo lo nacido y criado en la tierra y calentado por la
emoción popular, ya sea ésta costeña o serrana, pero de todos modos expresión
de un alma mestiza, de una casta vieja y nueva a la vez, surgida de la fusión
de lo propio y de lo importado y por ello alegre y melancólica a un tiempo, o
pesar de los distingos especiosos étnicos, sociales o artísticos, en Palma
hallamos inconfundiblemente desparramada en sus tradiciones, en el lenguaje y
en el ambiente, la sensación del más auténtico criollismo peruano. Registrado y
saboreando morosamente los relatos de Palma, se halla en ellos los más sápidos
datos para reconstruir los usos y gustos vernáculos y con sus referencias
podría formarse una verdadera Enciclopedia del saber popular criollo. En ellas
están los bailes y los ritmos criollos, haciendo vibrar a los personajes y
rebullir las pasiones sensuales, desde
"El estornudo", cancionista liviana con la que
los limeños se reían de la peste en 1719, entre estornudo y estornudo, hasta la
Conga revolucionaria, cantada entre balazos por los montoneros de Balta o en el
delirio de las palmadas y de la fuga en las jaranas de Chepén y de Guadalupe,
entre libaciones de chicha y de moscorropio legítimo.
Ahora si lo Conga
(ahora)
señora Manonga
(ahora)
y no se componga
que se desmondonga ,
(¡ahora!)
Vibran las tradiciones con el
regodeo de las coplas y los jaleos del público criollo, desde el agua de nieve,
el garito miz-miz o el minué que se bailaba en los salones de la época de
Abascal, el maicillo bailado por las pailas alrededor de los nacimientos, hasta
el desenfreno del "bate que bate", el 'don Mateo" o la remensura,
prohibidos por edictos parroquiales, hasta el ritmo arrastrador de la
zamacueca, "el se vende", que hacía escobillar de entusiasmo hasta
los curas en la iglesia, o la sanjuriana o cueca de las jaranas de cascabel
gordo; y en los días republicanos, el londú, la cachucha y el umbé. El folklore
revienta de risa cuando, en la farándula volteriana de las Tradiciones, los Obispos atraídos por el
ruido de la charanga, sorprenden al clérigo mestizo escobillando una cachua,
botella en mano y gritando a la pareja: “¡Aro! ¡Arito! Dáme tus brazos mi vida,
por la derecha! ¡Aro! ¡Arito! Dame tus brazos, chinita, por la izquierda!”
Y como las danzas los festejos criollos,
los toros, los gallos, las cofradías de negros —congos, bozales, caravelíes,
angolas y terranovas—, con sus desfiles coreográficos de gigantes, parlampanes
y papahuevos, sus reinas de azabache, y cuadrillas de diablos que acompañaban a
la Tarasca y demás fandangos que se celebraban con salvas de artillería,
pirotecnia nocturna, farolillos y buñoleras. Por Palma sabemos las fiestas
populares da sus abuelos o de su niñez, antes de la entrada de la patria y
después de ella, las suntuosas procesiones de Corpus y de Cuasimodo los paseos
de Alcaldes, los volatines del Tajamar y las maromas de Matienzo, o el paseo de
las tapadas en el Puente o la Alameda. Y nos llega el aroma de los puestos de
flores de las mistureras en la plaza, bajo los arcos de los portales y la
policromía de las marimoñas, los tulipanes, los arirumbes, los claveles y el
olor de los capulíes, los nísperos y las frutillas.
E inunda el aire el tufo picante de la cocinería de Chimbambolo, con
sus fuertes guisos populares, la uña de vaca con salsa de perejil y pimienta,
capirotada de ajos con cebolla alborrana y zango de ñajú. Y no es la remilgada versión
de los manjares aristocráticos, sino el auténtico olor de la fritanga popular
el que circula en las tradiciones republicanas y por la memoria del
tradicionista, cuando pasan la sopa teóloga, la carapulcra de conejo, el
estofado de carnero, el pepián, el locro de patitas, la
carne en adobo San Pedro y San Pablo y el pastel de choclo; y en los días de
mantel largo, aparte del chupe y el pavo relleno, el pollo en alioli, las
magras, los pastelillos, los chicharroncitos, las aceitunas de camarones, el
sevichito de pescado chilcano (Los clásicos peruanos Palma
y Arona escriben seviche con s y v semilabial, sin
presunciones filológicas). Esto, aparte de las golosinas limeñas de todas
horas, inventariadas en la tradición “Con días y ollas venceremos",
verdadero tratado de folklore en miniatura, desde el “ante” de frutas y el
arroz con leche, le -melcocha, el turrón y el alfajor, tres primores de la gula
criolla, hasta el ranfañote, la cocada, la chancaquita de maní, los barquillos,
las humitas y los “frejoles colados”. Y, como nota suprema de limeñismo, como
la zamacueca en el baile, el supremo manjar de la mazamorra y el champús que
se tomaban a la hora de dormir. Limeño y mazamorrero fueron sinónimos y Palma
lo proclama a boca llena.
En Palma está también los supremos
secretos de los toros, de los gallos y de los naipes viejos y castizos. El tradicionalista aprendió algo de su guasonada y su desenfrenado
dicharachero en los ruedos de los toros y se estremecía de entusiasmo
recordando la suerte de la capa a caballo y los toros de la Rinconada de Mala y
las cur-betas del caballo de la toreadora Juana la marimacho, cuya figura bizarra
de mulata le arranca un auténtico requiebro criollo: "Ah china diada! ¡Y bien haya
la madre que la parió! Esa china merecía estatua en la Plaza de Acho". Y
pasan ros Toreros zambos y
mestizos quitándose la montera para saludar al palco presidencial para decir
con estilo aparatoso y guaragüero: "por vuesencia, su ascendencia,
descendencia y noble concurrencia". Y nos enteramos, al lado de mataperros
y generales en el Coliseo de Gallos, de las malas artes de Malatobo o de la
pata culebreadora del ají seco, de las características de los caramelos
tostados, las lechuzas, pata amarilla, hijos de chusco y gallina terranova, y
de todos los trances de la lucha, desde el envite y el topo, el ladeo y el aparragado,
la prendida de la mecha, hasta el quiquiriquí de la victoria. Y llueven términos
y jactancias surgidos de los lances álgidos de la baraja porque el criollo ha
de ser rumboso, botarate y palangana y es de zafios el juego roñoso y de
chingana.
Pero en donde el criollismo de Palma se engarza con la literatura y comienza a urdir los personajes representativos
de la farsa criolla, es cuando retrata a los tipos populares o recoge los
dichos de la boca del vulgo o de les comadres. A través de las tradiciones
desfilan los tipos característicos de la ciudad que Palma alcanzó y en quienes
encarnó la viveza o la tontería criolla, desde el intonso Tadeo López, el cuco de las medallas y de las condecoraciones
de la calle Judíos, hasta Basilio Yeguas, Bernardito, Manongo Moñón, Bofetada
del Diablo, ño Cerezo, el aceitunero del puente, el suertero Chombo de Dichoso,
o ño Bracamonte tocador de arpa y guitarra o el repentista padre Chuecas,
animadores de las parrandas de la época de Abascal. Y junto con ellos, trepados
ya al tablado popular, los personajes de los titiriteros, ño Silverio, ña
Gertrudis González, Chocolatito, Piti Calzón, Perote y Santiago Obrador.
Pero, sobre todo, lo que califica eI
criollismo de Palma es la gracia espontánea y desenfadada del lenguaje, la
aptitud innata para el reproducir el habla característica del pueblo y de cada
una de las castas o tipos sociales que retrata con una fidelísima sorna. Desde el arrabal
o el atrio de la iglesia, desde el coso popular o el patio de la escuela, desde
la taberna o el corrillo estudiantil, ascienden y toman carta de ciudadanía en
la literatura una serie de vocablos zandungueros y mestizos, engendrados por
la chocarrería o el donaire callejero. En la prosa de Palma, siguiendo el
ejemplo de Pardo, de Segura y principalmente de los más despabilados ingenios
de Larriva, de Soffia y de Rojas y Cañas, se incorporan al habla castiza y
arcaica de los clásicos de la picaresca española, todos los términos de la
cundería criolla. Después de Palma, sólo José Diez-Cansejo ha hecho una cosecha
tan graneada y tan rica de términos expropiados al vulgo. Sólo criollos peruanos
pueden entender la gracia de términos como el culepe, fumarse una panquita,
codear a un amigo, pararse en sus trece, exigir la yapa, beber hasta el conchito, hablar lisuras, golpearse la tutuma,
o calar la decepción criolla cristalizada en la frase “me fundieron” o “adiós a mi
plata” o corear la gracias castiza de algunos de los denuestos hilarantes
de las tradiciones como “Cállese su adefesio de misa de una” o “Aguárdate
gallinazo en muladar”. Y el rescoldo de mataperrada escolar que tiene la frase
usada por Palma: “Le aplicó una patada en el mapamundi”. Y hasta podía formarse
un refranero peruano expresivo de la psicología y de las tradiciones
regionales, reuniendo los dichos recogidos o inventados por Palma, como aquellos de: "Soy camanejo y no cejo", "Aquí como
en Huacho todo borrico es macho", o "Arequipa ciudad de dones,
pendones y muchachos sin calzones", "Más gangas que el testamento del
moque-guano", "Que repiquen en Yauli" o a "Robar a Piedras
Gordas" o la burla retozona sobre los calzones del cura de Puquina que
medían tres varas de pretina.
Palma dueño de estas extraordinarias
calidades de captación psicológica y de donosura de forma, animó con su propio
espíritu e imaginación a muchos de los personajes históricos que vivían
escueta y secamente en crónicas y en documentos notariales. El les ha
prestado vida y carácter a personajes que hoy día encarnan en la memoria
popular, como en las figuras ya divulgadas y carentes de expresión antes de
él, como el Demonio de los Andes, la Monja Alférez, el Virrey Poeta, Fray
Martín de Porres, Mariquita la Castellanos, Amat y la Perricholi, el Virrey de
la adivinanza, la Protectora y la Libertadora, Canterac, Valdez, el Mentiroso
Lerzundi, La Maríscala, el canónigo del Taco, el padre Araujo, el portero
Halicarnaso, el padre Urías, o el padre Pata. Pero hay en las tradiciones de
Palma, agazapada trás de la cohorte principal de Virreyes o de presidentes
republicanos, de magnates o de obispos, una comparsa menor alegre y burlesca
que ha pasado desapercibida generalmente para los críticos y que son
verdaderas creaciones de la imaginación de Palma, frutos inmaduros o
frustrados del talento novelístico de Palma y su vocación costumbrista.
Algunos de estos tipos reaparecen dos o tres veces, y parecen pedir al autor a
la manera de los personajes de Unamuno o de Pirandello, que les admita en la
trama, entre histórica y tabulada de su obra y otros, apenas si insinúan su
personalidad con un mote gracioso preñado de sugerencias criollas.
Si Palma hubiese accedido al pedido suplicante de esos personajes y
no los hubiese aplastado en sus apariciones momentáneas, cuando apenas
asomaban la cabeza, sepultándolos bajo el peso del infolio histórico que
consultaba, acaso contaríamos ahora con alguna galería burlesca y castiza de
personajes típicos de nuestro medio como los del Ruedo Ibérico o la Corte de
los Milagros de Valle Inclán. Palma poseía dones innatos para esta forja
artística: el don descriptivo para el retrato físico y psicológico, admirable
facilidad y naturalidad para el diálogo, donosura arcaica y popular en el
lenguaje y (f)luidez espontánea y natural de su estilo narrativo. Y es lástima
que estas condiciones no se empleasen para encarnar de una vez los personajes
de la novela peruana de su tiempo que andaban sueltas por las calles y él conoció
y caló como nadie y que hubieran tenido al cabo por obra de la imaginación del
artista y no a mérito de andaderas y documentales, una realidad más profunda y
duradera que la de los personajes históricos.
De estos personajes propios de Palma, amigos de su ingenio, hubo algunos
que alcanzaron a ganar el ánimo del tradicionista y a deslizarse en el desfile
atropellando autoridades y cronologías. De ellos es por ejemplo "Don Dimas
de la Tijereta", el escribano que vende su alma al diablo, en el cerrito
de las Ramas; "La tía Catita" contadora de cuentos y espécimen de las
viejas limeñas, la San Diego, Ia hechicera cómplice de Patudo, en la tradición
de la Misa Negra, hermana de la Camacha y las Montielas cervantinas y
virreinales, animados por el tradicionista. En la ronda desapercibida están en
cambio otros personajes que apenas nos atrevemos a rescatar de su anónimo e
incorporar en la fauna palmina. Confidente imaginario de Palma para alguna de
sus tradiciones, trapisondista histórico por lo tanto y criollo de marca mayor
es don Adeodato de
Mentirola que Palma
menciona en la tradición "Dónde y cómo el diablo perdió el poncho" y
reaparece públicamente en la tradición "Franciscanos y Jesuítas" y en otras. Don Adeodato es uno de los arquetipos criollos, hermano
espiritual del general Lerzundi en el arte de mentir e hidalgo dignísimo que
por haber militado en las filas realistas renegaba de todas las repúblicas teóricas
y prácticas habidas y por haber y se declaraba enfáticemente partidario del
paternal gobierno de Fernando VII. Tradicionista y charlatán que es como decir
dos veces criollo, don Adeodato era, según Palma, el hombre mejor informado de
los trapícheos de Bolívar con las limeñas y nadie conocía como él al dedillo la
antigua crónica escandalosa de esta ciudad de los Reyes. Palma nos ha conservado
por desgracia muy pocas palabras del procer criollo, pero su desdén por lo
nuevo y lo democrático está reflejada en esta frase que alguna vez dijo a
Palma refiriéndose a los escritores de su tiempo: "Así son las reputaciones
literarias desde que entró la patria... Hojarasca y sopimo. Oropel, puro
oropel". Y tras de don Adeodato ingresarían a la escena el maldiciente
don Restituto "vejete con más altos y bajos que la convención del 60 y con
unas tijeras que así cortan al hilo como al sesgo", caracterizado en la
tradición Un Maquiavelo
ciiollo; el Abate Cucaracha de la Granja, oportunista venal y libertino que alzó con la custodia de su Iglesia y
sostenía que de canónigo a obispo no hay más que una pulgada; y en quien Palma
retrató a un contrincante clerical secularizado; Cuzcurríta, el barbero de
los canónigos, "viejo con opalanda y birrete, fértil de orejas, viuda del
ojo izquierdo y tartamudo de la pierna derecha, que desde la legua exhalaba
olor a vinajera de sacristía", y entre los tipos que entran y desaparecen
sin dejar más que el tintineo de su nombre, "Cantimplora" el alguacil del Cabildo con su alguacilesca vara, el teniente Ajiaco, guardián del orden público, Sopas en Leche, el borracho de barrio botella en mano; el compadre Siete Cueros; el General Pata de
Gallina, que asciende de
traición en traición y dió lugar a un incidente burlesco en la
vida de Palma y, por último, las
viejecitas limeñas como las Pantoja, "cotorritas
enclenques siempre emperejiladitas, limpias como el agua de Dios y hacendosas
como las hormigas" o doña Quirina que' tenía un cuartito que por lo limpio
parecía una tacita de porcelana con su cómoda de cedro encharolado y su urna
de cristal. Y entre los personajes característicos del elenco palmino el Diablo, su correveidile
Lilit y sus múltiples mensajeros los duendes y las ánimas del purgatorio.
La digresión ha sido larga pero ella
demuestra cómo en la juventud de Palma, por diversas influencias y circunstancias,
por el ambiente romántico, por el abandono de los estudios históricos y
también en parte por cierta pereza característica, Palma dejó los caminos que
hubieran podido llevarle a la creación de una gran novela de la vida peruana
con sus personajes arquetípicos y deshumanizados, nutridos por la savia
popular, y prefirió hacer la epopeya histórico-cómica del Perú.
PORRAS
BARRENECHEA, RAÚL. "Palma y lo Criollo"
Idea
6 (24): 7, retr. Lima, abr. - jun. 1955
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