Tengo una gran deuda
contraída con Raúl Porras Barrenechea. Sus clases de historia eran
deslumbrantes por la elegancia de sus exposiciones y el rigor con que preparaba
su curso. Creo que todos los que tuvimos el privilegio de pasar por sus aulas
vivimos la Historia
del Perú de una manera entrañable y, a la vez cuestionadora, pues además de las
riquísimas anécdotas con que el doctor Porras aderezaba sus exposiciones ellas
incidían siempre sobre una problemática que nos planteaba múltiples desafíos
intelectuales. Porras Barrenechea no solo fue
un gran historiador sino un maestro en el sentido más generoso y cabal
de esta palabra.
El doctor Porras
Barrenechea me contrató como uno de sus dos ayudantes –el otro era Carlos Araníbar– en un proyecto
de Historia General del Perú, patrocinado por el librero y editor Juan Mejía
Baca, en el que a él le correspondía los periodos de Conquista y Emancipación.
Durante cerca de cinco años trabajé en su casa de la calle Colina de 2 a 5 de la tarde y para mí
esas horas y esos años son los que me dieron mi mejor formación universitaria.
Gocé tanto trabajando a su lado que en algunos momentos hasta estuve tentado de
abandonar los estudios de Literatura para consagrarme a la Historia. Además
de un investigador de gran aliento, Porras Barrenechea, fuera de trabajo, era
conversador, risueño, gran contador de anécdotas y siempre dispuesto a dar un
consejo y prestar una ayuda a quienes trabajamos cerca de él.
Tal vez lo más importante
fue su ejemplo de probidad intelectual.
Como él era tan exigente consigo mismo en el trabajo intelectual nada lo
exasperaba más que la falta de seriedad, la negligencia o la picardía de esos
profesores o intelectuales que citaban de memoria o mentían a la hora de
escribir sus trabajos de investigación porque sabían que el público al que se
dirigía no reconocería sus embustes. Porras nos enseñó a sus discípulos a
escribir como si los lectores de todo lo que publicaremos fueran los más
inteligentes y los más cultos del mundo.
Recuerdos que me llenan de
nostalgia y cariño. El primer trabajo
que me encargó el doctor Porras fue leer las crónicas del Descubrimiento y la
Conquista fichando todas las referencias a los mitos y leyendas, un tema en
el que la historia se volvía a menudo literatura fantástica. No todo era
trabajo. A veces llegaba el doctor Ricardo Vegas García, gran amigo de Porras,
y nos llevaba a tomar té a la Tiendecita Blanca. Porras Barrenechea cultivaba
el viejo arte limeño de la chismografía y sabía ironizar y burlarse de las
gentes de manera prodigiosa y risueña, con enorme gracia pero sin malevolencia.
Su memoria era prodigiosa. Escribía con una letra menudita y cuando teníamos
que mecanografiar esas fichas sudábamos la gota gorda. Muchos nuevos y antiguos
discípulos caían por ahí entre ellos Pablo Macera, cuyos exabruptos y poses
encantaban a Porras. En su soberbia biblioteca había muchos libros de
literatura. Y acaso la razón de la buena prosa de Porras Barrenechea se debió a
sus voraces lecturas de los clásicos castellanos, a los que enseñó durante
algunos años en el colegio y en la Universidad de San Marcos.
Porras decía que la obra de un maestro son no solo sus libros sino también sus alumnos. Se lo dijo a Alfonso Tealdo antes de partir rumbo a España para hacerse cargo de la embajada de Perú.
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