lunes, 13 de enero de 2020

HOMENAJE DE UN DISCÍPULO. Del discurso pronunciado en el sepelio del maestro Porras por Pablo Andrés Macera Dall'Orso


Raúl Porras nos enseñó que en el Perú todos los reconocimientos son póstumos o tardíos. Llegan cuando la muerte está cerca o después de ella. Porque donde el dinero y la publicidad deciden el destino de los hombres, él –maestro de pobreza- no tuvo otras armas que su fervor indesmayable por descubrir las raíces más hondas y puras de la Nación. Aquellas que no hubiesen todavía contaminado la codicia de honras y poder.

Como Garcilaso que muere en el destierro nostálgico de España y Vallejo, abandonado en los castaños de París, Raúl Porras es un peregrino del Perú, de ese país de los lugarejos humildes, como lo llamó una vez, tierra de contrastes y de síntesis, asilo del dolor, donde la historia asoma como una hazaña de la simpatía para vencer a los signos divisionistas de la raza y del suelo. En su Cátedra de San Marcos decía siempre que el Perú no tendría otro destino que el conocimiento de sí mismo y que donde aparecieran la pasión, el orgullo y la mezquindad no estaba el Perú. En busca del Perú, auténtico e incógnito, vivió Raúl Porras. Nacido en una generación fiel a las ilusiones generosas de Rodó confió hasta sus últimos días en que las fuerzas impersonales y anónimas no prevalecerían sobre las ideas; y que pudiéremos en voz alta, sin la vergüenza de la contradicción oportuna, hacer del Perú una tierra de amor y libertad. Con Basadre, Luis Alberto Sánchez, Mariátegui y Jorge Guillermo Leguía, supo Porras que el Perú profundo habría de encontrarlo en el silencio expectante y fervoroso de las bibliotecas y archivos.
Creía, como Milton, que los libros y documentos no son cosas muertas y estériles; y que si matar a un hombre -tarea a veces fácil, anónima y hasta colectiva- es matar a una creatura racional, imagen de Dios, destruir a un libro es matar a la razón misma, a la imagen de Dios como si dijéramos por el ojo. Día a día, en el Cuzco, en Sevilla, en los repositorios de Europa y del Perú, no escatimó fatigas ni desvelos, para entregar a las generaciones jóvenes, que no tienen más compromisos y responsabilidades que las del futuro, la imagen exacta e íntegra del Perú. Así surgieron sus estudios sobre la conquista del Perú y las premoniciones alucinantes y trágicas que anuncian el fin del imperio indígena; hurgando fechas y nombres, sin caer nunca en la idolatría del documento que hoy eligen tantos bien rentado mesnaderos de la historia. Porras sentía confundidas en su sangre a todas las sangres del Perú. Y con fervor piadoso e imparcial, sin distingos, sin rencillas, acogió en un solo abrazo de la inteligencia, la obra de los precursores liberales y frustrados de la República junto con la huella primeriza de los cronistas del siglo XVI que tienen todavía en sus páginas, el sabor fresco de la tierra descubierta.

Lo que en ellos buscaba Porras era el mensaje de la nacionalidad, la angustia de un nacimiento postergado, el dolor hecho rabia o silencio o protesta, por amor al Perú; y también el optimismo alto e invencible, el destello de poesía que alivió la vida de los hombres que conocieron a la patria en sufrimiento. Infalible en el recuerdo, perito escrutador de todos los rincones extraviados de nuestra confusa historiografía, tuvo como alarde de similitud esencial -no obstante estos regocijos eruditos- una preferencia abierta por las figuras que simbolizan el equilibrio, la nobleza de ánimo y la perseverancia en los caminos del pensamiento.
Garcilaso, Sánchez Carrión, Palma y Vallejo eran, para Raúl Porras, el Perú. El otro Perú, el que no llega. En los Comentarios Reales y las Tradiciones, como en los Poemas humanos y en las defensas del Tribuno de la República, veía respirar la misma congoja de país: la tristeza callada y tímida del Inca, la ira santa e inútil del discípulo de Rousseau o el dolor, solamente el dolor de Vallejo. La vida de todos ellos fue iluminada por Porras, descubriendo vicisitudes, omitidas por la desidia, o promoviendo, como en el caso de Vallejo, en medio de la indiferencia hostil, la publicación póstuma de sus obras.

Pero Porras fue, por encima de las virtudes de la inteligencia, maestro cordial a quien la palabra servía de camino y enseñanza. Durante cuarenta años, que todas las conjuras y temores no podrán negar, su hogar fue las escuelas y universidades del Perú. A los claustros de San Marcos que lo recibieron en el día augural de la Reforma y a los que entregó algo más que el esfuerzo rutinario y cansado de los profesores de hogaño, llevó el entusiasmo apasionado y lúcido de su espíritu. Conservó siempre el impulso juvenil de un maestro bisoño a quien no han fatigado las conspiraciones criollas de la pereza y cada lección fue siempre la primera. Le hemos visto en la casa de Miraflores, junto a la imagen señorial y solícita de los viejos infolios castellanos, recoger con avidez el nombre, la anécdota, la frase exacta que daría a los alumnos la semblanza del Perú. Ellos fueron los hijos y el hogar que no tuvo en sus últimos años. De las clases recogía, en el silencio admirativo de los estudiantes y en el estremecimiento que recorría los bancos de San Marcos, cuando leía en voz alta y clara las biblias de nuestra nacionalidad, la mejor compensación y la mejor respuesta a las penurias que lo han acompañado siempre como un destino, como el preció exigido en un país donde el mayor delito sigue siendo todavía la inteligencia. Después por los patios que llamó como en los tiempos carolinos, de los naranjos y de los jazmines, salía a las calles cercanas de San Marcos, y en la misma casa donde vivió su abuelo José Antonio Barrenechea, convertida por la incuria limeña en desván y almacén de desperdicios, recorría lentamente los rimeros de libros viejos y gastados, con el presentimiento de una sorpresa que enriquecería su biblioteca de Miraflores.

Los que hemos nacido en estos tiempos de angustias y de sombras, de fallecimiento y confusión, en que el Perú parece recogerse sobre sí mismo a la espera de otro golpe que caiga sobre la espalda cansada, encontramos en Porras el maestro que no tuvimos en muchos años de Universidad. Mientras muchos ocultan los pobres tesoros de su sabiduría prestada y celosamente prohíben y desengañan en la juventud los impulsos renovadores. Porras generosamente hizo de su casa un seminario amistoso de cultura donde entraba quien tuviese al Perú por emblema, a buscar junto a él nuestra historia perdida. Esta era su casa.

Han querido los enemigos solapados, que hasta los últimos días negaron a Porras el descanso que se concede a la muerte, crear alrededor la leyenda negra de su indiferencia por el palpitar del país. A él que defendió nuestros derechos frente a Chile, Colombia y Ecuador, persiguiendo siempre la conciliación entre todos los pueblos de América, para olvidar heridas viejas y construir juntos, frente a las amenazas materiales de la fuerza, un continente, asilo de la libertad y de la justicia. No quiero seguir porque ésta, dije, no es hora de reprensiones ni de odios. Pero cuando todos callemos y el juicio venga sereno y ecuánime, se dirá que Porras como Ministro o Senador, llevó a los oscuros pasillos de la intriga burocrática y a la baja política de nuestros tiempos, el aire sano de su magisterio en la cátedra, enseñando a nuestros improvisados directores -sus imperfectos e involuntarios discípulos- que no hay fuerza justa sin indulgencia y comprensión, y que no es derecho ni Estado el que no defiende el prestigio tradicional del Perú.

Estamos aquí en esta última conversación en que sólo escuchamos el recuerdo. Con Porras ha muerto algo de nosotros mismos. Algo del Perú y de América.
Lo demás -al margen de este entierro amanecido- queda entre él y sus discípulos, los verdaderos, amigos.

En: IRPB 2008 Libro de homenaje a Raúl Porras Barrenechea. Testimonios. Lima: IRPB-UNMSM. p. 231-233

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