Raúl Porras nos enseñó que en el Perú todos
los reconocimientos son póstumos o tardíos. Llegan cuando la muerte está cerca
o después de ella. Porque donde el dinero y la publicidad deciden el destino de
los hombres, él –maestro de pobreza- no tuvo otras armas que su fervor
indesmayable por descubrir las raíces más hondas y puras de la Nación. Aquellas
que no hubiesen todavía contaminado la codicia de honras y poder.
Como Garcilaso que muere en el destierro nostálgico de España y Vallejo, abandonado en los castaños de París, Raúl Porras es un peregrino del Perú, de ese país de los lugarejos humildes, como lo llamó una vez, tierra de contrastes y de síntesis, asilo del dolor, donde la historia asoma como una hazaña de la simpatía para vencer a los signos divisionistas de la raza y del suelo. En su Cátedra de San Marcos decía siempre que el Perú no tendría otro destino que el conocimiento de sí mismo y que donde aparecieran la pasión, el orgullo y la mezquindad no estaba el Perú. En busca del Perú, auténtico e incógnito, vivió Raúl Porras. Nacido en una generación fiel a las ilusiones generosas de Rodó confió hasta sus últimos días en que las fuerzas impersonales y anónimas no prevalecerían sobre las ideas; y que pudiéremos en voz alta, sin la vergüenza de la contradicción oportuna, hacer del Perú una tierra de amor y libertad. Con Basadre, Luis Alberto Sánchez, Mariátegui y Jorge Guillermo Leguía, supo Porras que el Perú profundo habría de encontrarlo en el silencio expectante y fervoroso de las bibliotecas y archivos.
Creía, como Milton, que los libros y documentos no son cosas muertas y
estériles; y que si matar a un hombre -tarea a veces fácil, anónima y hasta
colectiva- es matar a una creatura racional, imagen de Dios, destruir a un
libro es matar a la razón misma, a la imagen de Dios como si dijéramos por el
ojo. Día a día, en el Cuzco, en Sevilla, en los repositorios de Europa y del
Perú, no escatimó fatigas ni desvelos, para entregar a las generaciones
jóvenes, que no tienen más compromisos y responsabilidades que las del futuro,
la imagen exacta e íntegra del Perú. Así surgieron sus estudios sobre la
conquista del Perú y las premoniciones alucinantes y trágicas que anuncian el
fin del imperio indígena; hurgando fechas y nombres, sin caer nunca en la
idolatría del documento que hoy eligen tantos bien rentado mesnaderos de la
historia. Porras sentía confundidas en su sangre a todas las sangres del Perú.
Y con fervor piadoso e imparcial, sin distingos, sin rencillas, acogió en un
solo abrazo de la inteligencia, la obra de los precursores liberales y frustrados
de la República junto con la huella primeriza de los cronistas del siglo XVI
que tienen todavía en sus páginas, el sabor fresco de la tierra descubierta.
Lo que en ellos buscaba Porras era el
mensaje de la nacionalidad, la angustia de un nacimiento postergado, el dolor
hecho rabia o silencio o protesta, por amor al Perú; y también el optimismo
alto e invencible, el destello de poesía que alivió la vida de los hombres que
conocieron a la patria en sufrimiento. Infalible en el recuerdo, perito
escrutador de todos los rincones extraviados de nuestra confusa historiografía,
tuvo como alarde de similitud esencial -no obstante estos regocijos eruditos-
una preferencia abierta por las figuras que simbolizan el equilibrio, la
nobleza de ánimo y la perseverancia en los caminos del pensamiento.
Garcilaso, Sánchez Carrión, Palma y Vallejo eran, para Raúl Porras, el
Perú. El otro Perú, el que no llega. En los
Comentarios Reales y las Tradiciones,
como en los Poemas humanos y en las
defensas del Tribuno de la República, veía respirar la misma congoja de país:
la tristeza callada y tímida del Inca, la ira santa e inútil del discípulo de Rousseau
o el dolor, solamente el dolor de Vallejo. La vida de todos ellos fue iluminada
por Porras, descubriendo vicisitudes, omitidas por la desidia, o promoviendo,
como en el caso de Vallejo, en medio de la indiferencia hostil, la publicación
póstuma de sus obras.
Pero Porras fue, por encima de las
virtudes de la inteligencia, maestro cordial a quien la palabra servía de
camino y enseñanza. Durante cuarenta años, que todas las conjuras y temores no
podrán negar, su hogar fue las escuelas y universidades del Perú. A los
claustros de San Marcos que lo recibieron en el día augural de la Reforma y a
los que entregó algo más que el esfuerzo rutinario y cansado de los profesores
de hogaño, llevó el entusiasmo apasionado y lúcido de su espíritu. Conservó
siempre el impulso juvenil de un maestro bisoño a quien no han fatigado las
conspiraciones criollas de la pereza y cada lección fue siempre la primera. Le
hemos visto en la casa de Miraflores, junto a la imagen señorial y solícita de
los viejos infolios castellanos, recoger con avidez el nombre, la anécdota, la
frase exacta que daría a los alumnos la semblanza del Perú. Ellos fueron los
hijos y el hogar que no tuvo en sus últimos años. De las clases recogía, en el silencio
admirativo de los estudiantes y en el estremecimiento que recorría los bancos
de San Marcos, cuando leía en voz alta y clara las biblias de nuestra nacionalidad,
la mejor compensación y la mejor respuesta a las penurias que lo han acompañado
siempre como un destino, como el preció exigido en un país donde el mayor
delito sigue siendo todavía la inteligencia. Después por los patios que llamó
como en los tiempos carolinos, de los naranjos y de los jazmines, salía a las
calles cercanas de San Marcos, y en la misma casa donde vivió su abuelo José Antonio
Barrenechea, convertida por la incuria limeña en desván y almacén de desperdicios,
recorría lentamente los rimeros de libros viejos y gastados, con el presentimiento
de una sorpresa que enriquecería su biblioteca de Miraflores.
Los que hemos nacido en estos tiempos de
angustias y de sombras, de fallecimiento y confusión, en que el Perú parece
recogerse sobre sí mismo a la espera de otro golpe que caiga sobre la espalda
cansada, encontramos en Porras el maestro que no tuvimos en muchos años de
Universidad. Mientras muchos ocultan los pobres tesoros de su sabiduría
prestada y celosamente prohíben y desengañan en la juventud los impulsos
renovadores. Porras generosamente hizo de su casa un seminario amistoso de
cultura donde entraba quien tuviese al Perú por emblema, a buscar junto a él
nuestra historia perdida. Esta era su casa.
Han querido los enemigos solapados, que
hasta los últimos días negaron a Porras el descanso que se concede a la muerte,
crear alrededor la leyenda negra de su indiferencia por el palpitar del país. A
él que defendió nuestros derechos frente a Chile, Colombia y Ecuador,
persiguiendo siempre la conciliación entre todos los pueblos de América, para
olvidar heridas viejas y construir juntos, frente a las amenazas materiales de
la fuerza, un continente, asilo de la libertad y de la justicia. No quiero
seguir porque ésta, dije, no es hora de reprensiones ni de odios. Pero cuando
todos callemos y el juicio venga sereno y ecuánime, se dirá que Porras como
Ministro o Senador, llevó a los oscuros pasillos de la intriga burocrática y a
la baja política de nuestros tiempos, el aire sano de su magisterio en la
cátedra, enseñando a nuestros improvisados directores -sus imperfectos e involuntarios
discípulos- que no hay fuerza justa sin indulgencia y comprensión, y que no es
derecho ni Estado el que no defiende el prestigio tradicional del Perú.
Estamos aquí en esta última conversación
en que sólo escuchamos el recuerdo. Con Porras ha muerto algo de nosotros
mismos. Algo del Perú y de América.
Lo demás -al margen de este entierro amanecido- queda entre él y sus
discípulos, los verdaderos, amigos.
En: IRPB 2008 Libro de homenaje a Raúl Porras Barrenechea. Testimonios. Lima: IRPB-UNMSM. p. 231-233
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